Eran las 21 horas y allí nos encontrábamos los tres, presos de un silencio sepulcral únicamente profanado por el ambiente de alegría y felicidad que se respiraba en aquella época. No sé cuánto tiempo estuvimos detenidos enfrente de la puerta del comedor social, nerviosos y asustados, intentando encontrar entre nuestros miedos una excusa razonable para no entrar.
- Vamos, no lo pensemos más, que se nos hace tarde- mi padre nos empujó materialmente hacia adentro, donde no sabíamos aún que nos iba a deparar aquella nochebuena tan distinta, y a la postre, inolvidable.
Tras varios años en los que nuestras navidades se reducían a pasar las tan ansiadas fiestas disfrutando de la única compañía que nos proporcionábamos los tres, decidimos que éste era el año en que debíamos hacer algo diferente, algo que nos permitiese darnos cuenta de la suerte que teníamos al poder pasar juntos estos días tan esperados por aquellos que aprovechan para reunirse en tropel con amigos y familiares. Por ello estábamos allí esa noche, en aquel centro social en el que íbamos a ser los encargados de repartir cenas de navidad a los más necesitados; aquellos que no tienen la ocasión de sentirse tristes por no hacer comidas y cenas navideñas en familia, multitudinarias; aquellos que tienen la ocasión de sentirse alegres y afortunados cada vez que la suerte les depara un lugar para cenar y un sitio para dormir.
Al entrar en el centro social observamos como la muchedumbre que se daba cita aquella noche en aquel lugar se acomodaba perfectamente en las mesas del comedor. Tras unos minutos de incertidumbre, preparaciones, saludos y sonrisas, nos vimos sirviendo cenas (crema de calabacín y pavo con patatas a lo pobre) ataviados con un delantal rojo y un sombrero de Papá Noél, junto a otros veinte voluntarios. Todos y cada uno de los comensales que hicieron cola para que les sirviese la cena me dieron las gracias con una gran sonrisa en la cara, de corazón, y me invitaron a sentarme junto a ellos para disfrutar de su compañía y de aquellos alimentos.
Al terminar mi labor, me senté junto a mis padres y a otra familia muy similar a la nuestra, de voluntarios, en una de las mesas al azar, junto a otras quince personas. Disfrutamos de una agradable velada, de sonrisas permanentes y agradecimientos, de historias con un trasfondo triste pero aderezadas con toques de ironía y alegría por parte de su narrador, y sobre todo, de inolvidables lecciones de aquellas personas, que a pesar de despertarse cada mañana con el único objetivo de sobrevivir, no perdían por ello las ganas de vivir.
Tras una sobremesa plagada de villancicos y brindis (la mayoría en honor a los voluntarios que allí nos encontrábamos), llegó la hora de servir los postres. Esta vez, se nos asignó una mesa a cada dos voluntarios para servirlos. Mi compañera de "postres" fue Ana, una chica de mi edad, mi álter ego en aquel lugar. Había venido también con sus padres huyendo de la soledad y la tristeza que les provocaban las celebraciones navideñas. Muy pronto congeniamos y nos sentamos juntos para degustar aquella suculenta porción de tarta de chocolate. Mientras charlábamos animadamente, poniéndonos al corriente de nuestras vidas, con el telón de fondo de un sentimiento de alegría y felicidad constantes, se nos anunció desde la organización de la cena que debíamos pasar al salón contiguo, porque como colofón a la noche se iba a organizar una fiesta con música y bebida para todos los allí presentes.
Un par de horas después, tras grandes dosis de baile, presentaciones con aquellas personas que aún no había tenido el gusto de conocer, relatos sobre proyectos futuros y por supuesto, buena música, me encontré sirviéndome una copa, yo solo, observando desde la distancia aquel gentío que disfrutaba de una gran noche; expertos en vivir el momento más inmediato, dejando atrás el pasado y teniendo la capacidad de olvidar el futuro tan "incierto" que se les venía encima. Reían, cantaban y bailaban; hacían nuevas amistades sin interesarse lo más mínimo por los pasados tan turbios que poseían la mayoría de ellos; hasta algunos ya se habían asociado para salir juntos de la precaria situación en que se encontraban...
- Emilio, me ha dicho Etna que quiere que bailes una canción con ella, y no puedes negarte porque dice que eres el voluntario más guapo...- mientras yo estaba ensimismado en mis reflexiones, se había acercado Ana con una niña de unos 10 años, con unos penetrantes a la par que tristes ojos azules, y con una sonrisa picarona y un oportuno guiño de ojo, había conseguido que yo me viese en el centro del salón, entre aplausos, gritos de ánimo y silbidos, bailando una lenta balada con aquella niña. Al terminar la canción, me agaché para estar a la altura de Etna, y comprobé cómo pequeñas lágrimas discurrían por sus mejillas. Alzó su mirada, y ésta había cambiado. La tristeza de sus preciosos ojos azules se había tornado en una irradiante felicidad. Sin darme tiempo a reaccionar, me abrazó y me dio las gracias por haber bailado con ella aquella canción.
- Has conseguido que esta pequeña no olvide esta noche durante el resto de su vida, eres su superhéroe - Ana, que había sido la que más había gritado y aplaudido mi pequeño gran baile, me susurró estas palabras mientras sus carnosos labios besaban mi mejilla. En ese momento tuve la sensación de ser importante para alguien, un superhéroe que no teme mostrar su verdadera identidad.
Después de la fiesta y las oportunas despedidas (prometiendo mantener el contacto con cada uno de ellos), y tras recoger y limpiar toda la estancia, mi familia y la de Ana nos encontramos recordando, con una sonrisa en la cara, los pormenores de aquella nochebuena, y coincidiendo que había sido una de las noches más importantes de nuestras vidas.
Cómo había cambiado nuestra actitud, tras unas horas, en el mismo escenario, la puerta del comedor social. De dudar si entrar, a esperar repetir durante muchos años. Habíamos crecido como personas, y ahora nos sentíamos mucho más felices y sobre todo, mucho más completos.
- ¿Quieres que nos tomemos la última antes de irnos a casa, y nos vamos conociendo mejor?- Estaba deseando que Ana me hiciera una proposición como aquélla, y mientras nuestros padres se despedían y regresaban a nuestras respectivas casas, Ana, cogida de mi brazo y yo, nos dirigimos caminando hacia ningún lugar, bajo el manto helado que cubre el cielo en las madrugadas de diciembre, tan solo esperando disfrutar de nuestra mutua compañía lo que restaba de noche, y muchas más noches.