lunes, 24 de junio de 2013

La droga de mi pecho.

No podía apartar la mirada de mi título de medicina, perfectamente enmarcado y colgado en el despacho donde empeñaba las horas muertas frente a mi portátil, escribiendo todo aquello que pensaba que merecía la pena ser contado. Lo contemplaba mientras apuraba los dos dedos de whisky Cardhu que aún quedaban en mi vaso y me acomodaba en mi sillón de cuero Rotterdam. ¿Cuántas veces me había dicho Javi que acabaría siendo médico?

Hacía tres días había recibido un mail de Javi, al que no veía desde aquel 8 de junio en el que cumplíamos ambos 18 años. Habían pasado ya 20 años en los que no había recibido ningún tipo de noticia suya.
En el correo me informaba de que venía a Madrid a pasar unos días y que le haría mucha ilusión volver a verme y contarme qué fue de su vida tras su desaparición el día en que alcanzábamos la mayoría de edad. También me explicaba cómo había conseguido mi dirección así como mi correo electrónico, en la web del hospital en el que trabajaba de cirujano.

Casi sin tiempo de terminar de leer su correo, me hallaba contestándole que estaba invitado a mi casa y que podía pasar en ella el tiempo que estimase oportuno si es que no había reservado habitación en ningún hotel (sabiendo de antemano que no sería así).

De esta manera, Javi, su esposa y yo, habíamos compartido aquella tarde en mi ático de la Gran Vía, recordando vivencias y épocas pasadas, así como poniéndonos al día de cómo habíamos sobrevivido el uno sin el otro durante todos estos años.

Era la 1 de la mañana, y tras terminar de recoger los vestigios de una tarde para recordar, me serví un vaso más de whisky (tenía que dejar el alcohol antes de que tuviese algún problema más grave) y me senté frente a mi ordenador, dispuesto a escribir nuestra historia, ahora que por fin sabía que ha tenido un final feliz...

"" Desde que recuerdo, Javi y yo habíamos sido inseparables. Dos pequeños granujas que no se despegaban el uno del otro; dos almas gemelas imposibles de cercenar.

Todo cambió el día en que murió la madre de Javi de esclerosis múltiple. Todos sabíamos que tarde o temprano llegaría aquel día, pero su pérdida hizo que todo alrededor de Javi y su familia se desmoronase. Aquella mujer había conseguido, con una vitalidad inusual hasta el último de sus días, sostener a su familia, cuya estabilidad pendía de un hilo. Tras su fallecimiento, mi amigo, quien no se separó de su madre en ningún momento durante sus últimos días, dejó de sonreir. Seguíamos pasando juntos los días enteros (ahora más si cabe porque comía y cenaba en mi casa), pero su alegre sonrisa de dientes perfectamente alineados desapareció por completo.

Javi nunca se había llevado bien con su padre, policía nacional de la vieja escuela y de modales algo más que cuestionables. A raíz de la pérdida de su esposa, se refugió más si cabe en el alcohol, y exprimía su vida entre barras de bar y sirenas de policía. La relación con su hijo se deterioró de tal manera que prácticamente ni se hablaban ni se veían más que para reuniones familiares y situaciones similares. Javí, se podría decir, que vivía en mi casa. Llegó a ser, si no lo era ya, uno más de mi familia.

Había transcurrido más de medio año desde el trágico fallecimiento de Leo, la madre de Javi, y aunque estudiábamos juntos, motivándonos a menudo con el fin del instituto, la selectividad y poder entrar a la Universidad para estudiar medicina, desde hacía ya algún tiempo sentía que nos habíamos distanciado.  Ya no salía con nuestro grupo de siempre, pero regresaba a nuestra casa más tarde que yo, en un estado de embriaguez que hacía que perdiese totalmente la orientación e incluso no me reconociese. Al preguntarle dónde pasaba el tiempo y con quién, me respondía que "por ahí" y que necesitaba estar solo, que debía respetar su decisión. Yo me sentía impotente al no saber cómo ayudarle y observaba cómo nuestra amistad, nuestro vínculo especial, cada vez se iba haciendo más difuso. Sentía cómo cada vez que intentaba acercarme a él, reaccionaba de peor manera, alterado e irascible. Y lo que más miedo y angustia me producía, sabía que mi amigo se había visto involucrado en algún tipo de problema con la cocaína después de verle entrar durante varias noches seguidas en nuestra habitación, sangrando por la nariz y con la mandíbula totalmente desencajada.

No niego que en algún momento de nuestra adolescencia coqueteamos con todo tipo de drogas. Fuimos presos de esa fiebre juvenil en la que existe un ansia incontrolable por probar cualquier cosa prohibida que pueda estar al alcance de la mano y, por suerte o por desgracia, en nuestro barrio abundaban ese tipo de sustancias que nos hacían volar sin mirar atrás, sin pensar, sin sentir. Creíamos ser libres al consumirlas . Sin embargo, esto era diferente. Nunca habíamos sobrepasado ese límite en el que se pierde el control y se comienza a navegar a la deriva en una espiral de luces y sombras que terminan por abocar a la autodestrucción. Mi amigo, sin duda, había sobrepasado ese límite.

Nunca olvidaré aquel día, aquel 7 de junio en que terminamos Selectividad. Tras nuestro último examen (Filosofía, nos cayó Platón como tú decías) no quisiste venir a celebrarlo con toda la clase a nuestro bar, donde siempre acababan invitándonos a rondas de chupitos gracias a tu labia y tu sonrisa. Ese día no podía pensar en tí, necesitaba desahogarme con todos nuestros compañeros y olvidar todas las horas que habíamos pasado estudiando, esperando ese ansiado momento.

Llegué apresurado a casa, pasada la medianoche, pensando en que ya era nuestro cumpleaños y pidiendo por favor que no hubieses llegado aún, para poder hacerte el tradicional regalo de cumpleaños que siempre nos brindábamos el uno al otro (desde que teníamos 6 años pasamos juntos nuestros cumpleaños, y siempre dejábamos debajo de la almohada del otro una foto de ambos sacada durante ese año, con unas palabras en el reverso). Ese año mi regalo era una foto de los dos estudiando de madrugada mientras devorábamos cajas y cajas de donuts, y mis palabras (aún las recuerdo perfectamente): Que nuestra mayoría de edad nos una más si cabe y que superemos este bache que nos mantiene distantes.

Al entrar en mi habitación, dispuesto a esconder nuestra fotografía bajo la almohada, me quedé petrificado. Allí estabas tú, sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las rodillas, sollozando. Lentamente me acerqué, y me senté a tu lado. Pasé mi brazo por encima de tu hombro, te acomodaste en mi pecho y comenzaste a llorar. Yo intentaba mantenerme sereno, conteniendo las lágrimas, cerciorándome de que debías estar en un muy grave problema para derrumbarte de tal manera. Tras unos minutos en la misma posición, comenzaste a hablar, primero atropelladamente y posteriormente, fuiste calmándote.

Unos meses atrás, me contaste, habías comenzado a vender cocaína a raíz de haber conocido a Diana, la chica con la que tenías una relación que nadie, ni tú mismo, entendías. Todos sabíamos que no te convenía porque no había droga que no hubiera probado, pero tú te empeñaste en apostar por ella, alegando que serías capaz de conseguir que abandonase ese mundo de peligros constantes porque entendías, ahora mejor que nunca, por todo lo que había pasado aquella chica. Continuaste diciéndome que lo que comenzó como una tontería (vendiendo unos gramos a conocidos y poniéndote unas rayas con Diana) se transformó en un laberinto de adicción del que no eras capaz de salir. Que la mayor parte de la coca que te suministraba tu camello os la metíais Diana y tú, y que habías acumulado una deuda de más de cien mil pesetas con el que te pasaba la droga. Comenzando a llorar de nuevo, murmuraste con palabras casi imperceptibles, que habían amenazado con darte una paliza si no pagabas, o algo peor.

Yo había escuchado a mi amigo en silencio, mientras sentía, como a cada palabra suya, iba tomando forma un nudo en mí estómago cada vez de mayores proporciones. Mientras prestaba atención a lo que decía, pensaba de qué manera podía ayudarle, pero no se me ocurría qué podía hacer por yo Javí en mi situación, sin dinero que ofrecerle y con la etiqueta de cobarde que siempre me había acompañado y me impedía hacer locura alguna.

Ensimismado como estaba en mis pensamientos, no me había percatado que mi madre había contemplado toda aquella escena desde la puerta de mi habitación, alertada por los sollozos de Javi.. Se acercó lentamente hacia nosotros y se sentó entre ambos. Un solo cruce de miradas con ella me bastó para cerciorarme de que sabía todo lo que allí ocurría. Abrazó a mi amigo y le susurró palabras de ánimo al oído, haciéndole saber que no permitiría que le sucediese nada. Javi comenzó a llorar de nuevo, descontroladamente, sobre el hombro de mi madre, mientras trataba entre lágrimas, de pedir perdón por todo lo sucedido. Sin dejarle casi hablar, ella le puso su dedo índice en la boca, hasta que se hubo calmado, tras varios intentos más de dar explicaciones, y volvió a abrazarle. En ese momento me dí cuenta de la suerte que tenía de tener una madre así, y de lo que Javi echaba de menos a la suya, quien había sido su  único apoyo a lo largo de toda su vida.

Tras unos minutos en que los tres estuvimos en silencio, Javi cayó preso de un sueño profundo, quizá condicionado por el miedo, quizá por la impotencia, quizá porque sabía que su vida cambiaría drásticamente a partir del día siguiente.

Mi madre, tras colocar suavemente a Javi encima de mi cama, se dirigió a mi, dándome un beso y aconsejándome que me fuese también a dormir, que había sido un día duro, y que ella se encargaría de arreglar todo aquello. El calor y la confianza que me transmitió aquella mujer, hicieron que me tranquilizase, y aunque fuese en mi interior, muy en el fondo, creyese que todo al día siguiente sería igual que siempre, que se solucionaría.

Antes de disponerme a dormir en la cama de Javi (él se quedó dormido en la mía), coloqué nuestra fotografía de cumpleaños debajo de la almohada sobre la que reposaba su cabeza. Sin saber porqué, me acerqué a mi amigo, y como si de una despedida se tratase, le di un beso en la mejilla y acaricié su pelo, algo que siempre le había gustado. Acto seguido me tumbé en su cama e intenté, sin conseguirlo durante unas horas, que se me hicieron interminables, quedarme dormido. Algo me decía que todo iba a cambiar, aunque no quería creerlo. Finalmente, pasadas las 4 de la mañana, claudiqué y el sueño ganó la batalla a mis pensamientos.

A la mañana siguiente me desperté desorientado, sin saber si todo había sido real o la peor de mis pesadillas. Al darme cuenta que estaba tumbado sobre la cama de Javi, mis esperanzas de haber soñado aquello, se desvanecieron. Miré hacia mi cama, donde había dormido él, y allí no estaba. Un mal presentimiento me invadía, que se transformó en realidad en el momento que mi madre entró en mi habitación y me pidió que me quedase un momento sentado en mi cama ( mientras se acomodaba a mi lado). Me contó mientras cogía mi mano, que ayer llamó al padre de Javi contándole lo sucedido, y que hoy a las 9 de la mañana había venido a por él y se lo había llevado, con todas sus cosas. Yo había dejado de escuchar a mi madre, que continuaba hablando, en el momento en que interioricé que Javi ya no estaba allí, y que probablemente, no le volvería a ver en mucho tiempo.

Llorando, sollozando y gritando palabras atropelladas, recriminé a mi madre el haber llamado a aquel policía corrupto y perturbado que decía ser el padre de mi mejor amigo, pero que jamás había ejercido como tal. Mi madre me abrazó, pese a que estaba fuera de control, y me sujetó con sus brazos hasta que me hube calmado. Me explicó que él era su verdadero padre, que yo no le conocía como para juzgarle y que algún día entendería el porqué de la decisión que tomó. Al abandonar la habitación, mientras yo me limpiaba las lágrimas, mi madre me advirtió que no vería a mi amigo durante una temporada y me contó que Javi no quiso despedirse de mí en persona, para no hacerlo más difícil, pero que había dejado algo debajo de la almohada de mi cama. Casi sin tiempo de que mi madre terminara la frase, me levanté y me dirigí hacia mi cama.

Allí estaba mi regalo de cumpleaños. Una fotografía tomada de los dos en el gimnasio, ataviados con la indumentaria de kick boxing, el día que hizo su primera velada del año. Lentamente le dí la vuelta, con el corazón latiéndome violentamente, para leer su mensaje: Algún día volveremos a ser hermanos, te lo prometo. Apreté aquella imagen contra mi pecho, y pedí por favor, a quien fuese, que de verdad volviéramos a serlo.

Aquella tarde, veinte años después, en mi ático de la Gran Vía, antes de que me contases el porqué de tu desaparición, te aseguré que durante varios meses había tratado de buscarte, de saber dónde estabas y qué hacías. Había preguntado a tus familiares y nadie sabía nada de tí. Parecía como si hubieses desaparecido de la faz de la tierra. Sonreiste. Me alegró comprobar que tu sonrisa perfecta no había cambiado. Me contaste que tu padre te llevó a Zaragoza, a un centro de desintoxicación, en el que estuviste varios meses interno, hasta que te recuperaste por completo. Al salir te matriculaste en psicología en la Universidad de Zaragoza, y que desde que terminaste la carrera hasta ahora, habías abierto varias clínicas de ayuda a drogodependientes a través de tus conocimientos pero sobre todo, a través de tu propia experiencia.

Mientras degustabas el tentempié que había preparado para vuestra visita, continuaste diciéndome que nunca hasta ahora te habías sentido con fuerzas para regresar a Madrid, porque aún te daba miedo recordar todo lo que sucedió. Sin embargo, coincidiendo con que te avisaron de la muerte de tu padre, el cual se encontraba desde hace unos años interno en una residencia para ex-policías, por problemas con el alcohol, decidiste venir aquí y avisarme.

Te diste cuenta de la cara que puse al hablar de tu padre, y me explicaste que le debías muchísimo a aquel hombre por todo lo que había hecho por tí. Yo no entendí nada hasta que me hablaste de lo ocurrido el día en que te marchaste. Me contaste cómo aquel mismo día, tu padre llamó al camello al que le debías el dinero y se citó con él para pagárselo, de paisano. Me dijiste cómo dos días después viajásteis a Zaragoza donde te ingresó en el centro de desintoxicación y cómo al salir de él, te pagó la carrera de psicología en dicha ciudad. Todo ello sin una recriminación por su parte por lo sucedido. Mientras tanto, él seguía viviendo en Madrid, y flirteando con el alcohol, hasta que su cuerpo dijo basta.

Esa mañana habías estado en el cementerio donde enterraron a tu padre, junto con tu madre. Tras dejar unas flores les contaste que ya lo habías conseguido, que estabas de nuevo en Madrid, y que volverías a buscar a tu familia, que volverías a buscarme. Al marcharte de aquel lugar, prometiste no volver jamás, y lamentaste no haber podido agradecer en persona a tu padre el haber conseguido salvarte la vida.

Cerca de la media noche, os marchasteis hacia vuestro hotel, muy cercano a mi casa. Nos habíamos puesto al día de nuestras vidas y nos habíamos prometido no volver a tener que hacerlo, por pasar tanto tiempo sin saber el uno del otro. Me confesaste que eso no ocurriría, porque tenías un proyecto para abrir un centro en Madrid próximamente, y  probablemente en unas semanas estarías viviendo en la capital.

Al despedirnos, nos abrazamos. En ese instante recordé todos los momentos que habíamos pasado juntos más de veinte años atrás y sonreí, sabedor de que podíamos volver a recuperarlos y repetirlos. Antes de marcharte, me susurraste al oído que  dentro de muy poco tiempo, si no era desde ese día, volveríamos a ser hermanos. Al cerrar la puerta de mi casa, me quedé unos minutos apoyado en ella, mientras me deslizaba hasta quedar sentado en el suelo. Me reí. Me reí como hacía tiempo que no me reía, con carcajadas sonoras y lágrimas en los ojos. Javí había  regresado. Era feliz.""

Tras terminar de escribir, apagué mi portátil y me serví una copa más de whisky. Abrí el cajón-caja fuerte de mi mesa, y allí se encontraba la foto que dejó Javi, veinte años atrás, bajo mi almohada. La había conservado todos estos años esperando que algún día regresara. Volví a apoyarla contra mi pecho, como hice mucho tiempo antes, y dí gracias por tener a Javi de nuevo conmigo. La volví a dejar en el cajón, cerré con llave, y antes de irme a la cama a descansar de todas las emociones vividas aquel día, vacié en el baño mi copa de whisky. Al pasar por la puerta de mi despacho hacia mi habitación, miré orgulloso y sonriente mi título de medicina: ¿Cuántas veces me había dicho Javi que acabaría siendo médico?