Fue de las primeras veces que llegaba pronto desde que nos conocíamos. Por fin apareció, cinco minutos después de las 8, hora a la que habíamos quedado. En tantas y tantas ocasiones nos habíamos abrazado y mostrado nuestro cariño mutuo, que sentí miedo al pensar que el tiempo pudiera haber volatilizado nuestra amistad. Ambos necesitábamos vernos y sentir que nada había cambiado, que seguíamos siendo los mejores amigos. Al observarle subir las escaleras del metro, y al notar en mi interior que nuestras miradas cómplices se entrecruzaban, preludio de nuestras cariñosas muestras de afecto, respiré aliviado comprobando que todo era igual entre nosotros, que seguíamos siendo los mismos amigos de siempre.
Pedimos nuestros frapuccinos para llevar, y nos sentamos en el césped de Plaza de España, dispuestos a abrirnos nuestros corazones, el uno al otro, como tantas veces habíamos hecho desde que nos conocimos, durante nuestros primeros días universitarios.
Pedimos nuestros frapuccinos para llevar, y nos sentamos en el césped de Plaza de España, dispuestos a abrirnos nuestros corazones, el uno al otro, como tantas veces habíamos hecho desde que nos conocimos, durante nuestros primeros días universitarios.
Nunca me había costado abrirme a ella. Expresarle todo lo que sentía. Reír y llorar juntos, aconsejarnos y enfadarnos, para acabar siempre ofreciéndonos nuestros abrazos más sinceros.
Había sido un año en el que ambos habíamos vivido grandes experiencias y en el que conseguimos evolucionar. Habíamos conocido gente nueva y habíamos logrado desprendernos de las cadenas que nos aferraban a un pasado en el que vagábamos sin rumbo. Quizá nos entendíamos tan bien porque nuestras vidas discurrieron paralelas en estos últimos años, en los que nos encontrábamos perdidos mientras el mundo que nos rodeaba comenzaba a descubrir sus ambiciones y a cimentar su futuro.
Todo ello había quedado en un segundo plano, en un tiempo pasado al que miramos de reojo recordándolo con alegría y buenas dosis de melancolía, gracias a todo lo que habíamos vivido y crecido los últimos meses.
Comenzaba a ocultarse el Sol, dejando tras de sí un hermoso cielo cobrizo, aquella tarde de julio en Madrid. Los últimos rayos iluminaban sus ojos y quizá, aunque habíamos apostado tantas veces quién los tenía más bonitos de los dos, ese día su mirada estaba radiante y reconocí, en el interior de mi mente, con una sonrisa, que ella siempre había ganado.
Hablamos y hablamos, y reímos y casi lloramos. Nos pusimos al día de nuestras aventuras y desventuras durante aquel tiempo en que sin querer, me había despreocupado de ella, de una de las personas más importantes en mi vida. Sin darnos cuenta, nos encontramos conversando sobre asuntos del corazón, quizá el tema que siempre más nos había gustado, tras comprobar que en todo lo demás habíamos mejorado desde que no nos veíamos a diario.
Desde que comenzó a relatarme los vaivenes de su corazón, dejando escapar sus sentimientos para que yo tratase, sin éxito, de comprenderlos, me di cuenta de que no era la Silvia que yo conocía, y me alegré de ello. Me gustaba su nueva personalidad. Sabía perfectamente lo que quería. Sabía que podía estar equivocándose pero aún así seguía aquello que le dictaba el corazón, sin miedo a golpearse una y otra vez con la cruda realidad. Miré de nuevo sus ojos mientras hablaba e intentaba explicarse, y pensé cuánto había crecido, cuánto había madurado y cuánto me había perdido yo de su vida.
Ya había oscurecido y de tanto hablar, se nos había creado un vacío en el estómago a ambos, por lo que decidimos ir comprar algo de comida para llevar y volver a sentarnos donde estábamos, para continuar dejando que se expresasen nuestros corazones.
Regresamos al lugar donde estuvimos recostados, cargados con nuestras hamburguesas, patatas y coca cola, y tras dar buena cuenta de ellas, mientras reíamos por tonterías, me tocó el turno de contarle cómo mi vida había dado un giro radical aquel año. Tras afirmar que había sido uno de los años más importantes de mi vida por todo lo que había significado para mí, y tras observar cómo sus ojos no pestañeaban mientras le explicaba el porqué de ello, me acordé de algo que había mantenido durante muchos años oculto en lo más profundo de mi interior, y que un sentimiento, si cabe más fuerte que el que sentí en su día, lo había hecho despertar.
A pesar de todo lo que se habían metido conmigo mis compañeros por repetir una y mil veces "mis" historias, nunca les había hablado de aquello. Al decirle a Silvia que había algo que nunca les había contado, no podía creérselo, así que le relaté "mi" historia, esa que yacía encadenada en el cajón olvidado de mis sentimientos:
" Hace muchos años, conocí a alguien que cambió completamente mi vida. No era yo mucho de creer en casualidades y menos en el "destino", ese paradigma que consigue que dos piezas de un mismo puzzle, separadas y perdidas durante mucho tiempo, consigan ensamblarse. Sin embargo, un único intercambio de nuestras miradas bastó para saber que ambos estábamos destinados a compartir parte de nuestras vidas.
Pasamos un tiempo juntos; un tiempo que se detenía cada vez que nos mirábamos, cada vez que nos besábamos. Sentía que nos completábamos, y nunca imaginé el desenlace tan traumático para nuestra corta pero intensa historia de amor.
Terminaba el junio de hace muchos años, y mientras caminábamos por nuestro parque, disfrutando de los primeros rayos de sol veraniegos, comenzó a llorar y escupió la noticia que le pesaba en su interior desde hacía unos días: en una semana debía abandonar España, ya que trasladaban a su padre, diplomático, a Bélgica, por motivos laborales.
Todo mi mundo y todo mi futuro se desmoronaron. Intentamos apurar los últimos días que nos restaban juntos, pero la tristeza nos invadía y no eramos capaces de disfrutar el uno del otro sin sucumbir al llanto; ese llanto, esas lágrimas de impotencia preludio de una despedida anunciada y no querida, una despedida, para siempre.
Pese a que intentamos mantener el contacto, fue imposible, ya que por aquellas épocas no existían los medios tecnológicos que existen hoy en día para poder comunicarse en la distancia. Además, éramos muy jóvenes como para hipotecar nuestras vidas en algo etéreo, volátil, que se tornó inexistente pasados unos meses.
No obstante lo que sentí por ella, por aquella adolescente de ojos verdes, quedó grabado en mi corazón. Quedó oculto en mi interior, pero comprendí desde el día en que nos separamos, que en el momento que volviese a sentir algo similar por alguien, esa persona sería la indicada para acompañarme el resto de mi vida..."
Noté como sus ojos no se despegaban de los míos mientras hablaba. No me había interrumpido ni un instante mientras destapaba aquella historia, que nunca había recordado ni había contado a nadie durante todo este tiempo, pero que gracias a lo que le iba a relatar a continuación a mi amiga, tuve la necesidad de sacar a la luz.
"...Silvia estaba conmigo el día en que le conocí de verdad. Fue por casualidad. Otro guiño del destino. Otra espiral de circunstancias que propició que no parásemos de hablar aquella noche. Otro cúmulo de casualidades que hicieron que ella acudiese aquel día en que yo era el protagonista. No era la primera vez que nos veíamos, pero sí la vez en que empezamos a congeniar, en que empezamos a escribir nuestra historia de amor.
Comenzamos a quedar. Al principio yo era reticente a abrir completamente mi corazón. Sabía que mis días en España estaban contados hasta dentro de un tiempo y no quería enamorarme. Me lo había propuesto durante todo el año, desde que supe que en septiembre daría comienzo mi experiencia americana. Sin embargo, como suele ocurrir, como me suele ocurrir, no cumplí con lo que me había propuesto.
A cada cita que teníamos, algo extraño comenzaba a despertar en mi interior. Intentaba no tenerlo en cuenta, no tener en cuenta ese sentimiento que cada vez con más fuerza se apoderaba de mí. Intentaba sin éxito olvidarlo, tratar de hacer caso omiso de las señales de mi corazón que dirigían sus pasos hacia ese lugar oculto de mi alma donde abandoné a su suerte, hacía mucho tiempo, el verdadero significado de la palabra amor.
Sin darme cuenta, mi corazón, estaba sintiendo lo mismo; no lo mismo, algo más fuerte e intenso que lo que en su día sentí y escondí, por miedo a volver a sufrir.
Nos compenetrábamos a la perfección y nos completábamos. No tardé en cerciorarme de que era todo lo que necesitaba, de que era lo que siempre había buscado, y de que era quién había despertado de nuevo en mí, las ansias de volver a amar. Comprendí entonces que debía hacer caso a lo que sentía mi corazón; comprendí que por fin me había enamorado, lo que provocó una sensación de miedo y angustia que iba invadiendo todo mi cuerpo: no sabía en realidad si ella sentía lo mismo que yo. Si a pesar de que en unos meses yo me iba a ir por un tiempo, ella podía haberse llegado a enamorar de mí de la misma manera que yo lo había hecho de ella.
Transcurrían los días junto a ella y cada vez me sentía más feliz a su lado y más seguro de que por fin había hallado a la persona que caminaría conmigo durante toda mi vida. Sin embargo, no podía dejar pasar ni un día más sin tener la conversación que tanto temía y que había optado por, pese a los inestimables consejos de mis amigos, intentar retrasar lo más posible. No podía transcurrir un segundo más de mi vida vagando entre la incertidumbre de no saber si nuestros corazones latían al mismo ritmo, con la misma armonía...
Aquella noche mi felicidad fue completa. Conversamos y nos sinceramos. Lloramos y nos besamos. Y tras la temida conversación, desapareció la intensa pesadumbre que hacía que cada tarde me invadiese la tristeza al sólo pensar que podría ella no sentir lo mismo, no creer que ambos nos habíamos encontrado por casualidad porque estábamos destinados a compartir nuestras vidas.
Nos miramos como nunca lo habíamos hecho, sabedores, ya sin ningún tipo de duda, de que nuestro futuro estaba conectado. Nos abrazamos y sentimos que ese destino del que tantas y tantas veces se habla y del que tan poco se sabe, había conseguido entrelazar nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestros corazones. Nos besamos y comprendimos, mientras nuestros labios se derretían al son de nuestros latidos, que nada ni nadie podría jamás cercenar el vínculo de amor que se creó entre nosotros, aquella noche.
Definitivamente, le confesé a mi amiga para terminar la historia, había por fin encontrado el amor de mi vida..."
Levanté mi mirada al terminar de hablar, y sentí como Silvia se había acercado hasta estar prácticamente a mi lado. Noté como sus brazos rodeaban mi cuello, y cómo sus labios besaban mi mejilla mientras me susurraban al oído lo feliz que le hacía haberme oído contar aquello, lo feliz que le hacía saber que había conseguido entregar mi corazón y me había enamorado de alguien con quien de verdad compartiría toda mi vida. Se me saltaron las lágrimas, de felicidad, lo que propició que a mi amiga le sucediese lo mismo, mientras nos abrazábamos en aquella plaza, donde la madrugada había traído consigo un vacío y una soledad que realzaba más si cabe a aquella pareja de amigos (nosotros), que quedaron para comprobar que el tiempo es incapaz de borrar una amistad forjada durante años.
Ya nos habíamos despedido, prometiendo vernos varias veces antes de que me fuera, pero al abrir la puerta del taxi que me llevaría a mi casa, Silvia me gritó desde lejos, haciendo señas para que me acercara. Con tantas conversaciones, risas y lágrimas de felicidad, había olvidado enseñarle el tatuaje que recientemente me había hecho. Aunque en un principio no le gustó la idea, le encantó cómo quedaba la tinta en mi piel.
-¿Te vas a hacer alguno más? Me preguntó mi amiga.
- A parte de este tatuaje, lo único que llevaré conmigo para siempre será el nombre de Sara grabado en mi corazón.
Silvia sonrió y me volvió a abrazar.
Mientras caminaba hacia mi taxi, feliz por haber podido abrir de nuevo mi corazón a mi amiga, recordé que una noche como aquella, había empezado a sentir que aquel día en que Sara apareció en mi vida por casualidad, el destino, sí, ese poder sobrenatural ineludible e inevitable, había conspirado para unirnos, para conseguir que nuestros caminos confluyesen en uno solo, desde ese momento hasta el final de nuestras vidas.
Bajé la ventanilla del taxi para sentir la brisa de la madrugada en mi rostro. Cerré los ojos y sonreí. Era feliz.