Me gustaba observar cómo el humo
de mi cigarro ascendía en la oscuridad de la noche y se iba poco a poco entremezclando
con la tímida neblina que hacía que el vello se me erizara en aquella madrugada
de septiembre. Un último cigarrillo en el balcón. Una pareja de enamorados se
despedía efusivamente, olvidando por un momento que una impuesta y conservadora
educación sería contraria a aquella despedida.
La miré con ternura. Dormía
plácidamente. El día había sido largo para ella (a diferencia del mío, que
transcurrió con una lentitud abrumadora, casi tediosa) y al llegar a casa le
esperaba lo habitual durante estos últimos días: no era tristeza, sino, quizá
apatía lo que reflejaba mi cara.
Sin embargo el verla salir de la
boca del metro significaba un soplo de aire fresco, una bocanada de felicidad,
que lamentablemente poco a poco se diluía entre los temores y frustraciones que
me habían acompañado durante la jornada.
No es fácil vivir así. Las horas
muertas dan paso a una actividad cerebral desbordada que termina desbordándome.
Un mínimo detalle, un paso en falso, y todo el castillo de naipes que tanto me
había costado apostar en mi cabeza, se desmorona sin remedio.
Parece que el verano está
quedando cada vez más lejano. El vecino del cuarto continúa viendo la
televisión hasta altas horas de la madrugada con el volumen tan alto que no
entiendo como alguien puede dormir en nuestro edificio. La costumbre imagino.
Mientras da rienda suelta a su imaginación con películas subidas de tono y
recuerda sus años de juventud, el frescor de la noche hace que cada vez me
cueste más fumarme el par de cigarrillos de rigor en el balcón, observando a lo
lejos cómo el Pirulí se alza majestuoso sobre el cielo madrileño.
Ella se mueve ansiosa en la cama.
Aunque dormida, sabe que no estoy allí. Dos caladas más, y la cama volverá a
ser de los dos. Ahora es a mí al que le cuesta dormir sin ella, sin su
presencia a mi izquierda y sin su piel rozando mi mano.
El tono incandescente de la
ceniza de mi Fortuna ha desaparecido. Oigo los anuncios procedentes de la televisión del viejo
verde del cuarto (pensé que al pagar la cuota te ahorrabas estos trámites
publicitarios entre escena y escena de la película pornográfica de cada
madrugada). Dejo entreabierta la ventana de mi balcón y me pierdo entre las
sábanas. Ella se da la vuelta inconscientemente y se acurruca en mi pecho. No
aguantaré mucho así, pero mientras tanto disfruto del olor de su pelo. La beso
y cierro los ojos. Hasta mañana a la misma hora.