Aún tenía la cara mojada,
mientras observaba en el espejo del baño como cada vez mi barba iba adquiriendo
un tono más blanquecino a la altura de mi barbilla. “Las canas te dan un toque
más atractivo…” Cuántas veces había escuchado esa absurdez, que no lo niego,
con diez años más podrá tener sentido.
La Navidad estaba a punto de
comenzar. Mientras revisaba algunos mails esperando a que mi desayuno se terminase
de calentar, observé como en el edificio de enfrente, una pareja de ancianos
intentaban colocar una ristra de luces de colores de navidad, y un Papá Noel,
de esos que de unos años para acá aparecen durante todo diciembre en los
alféizares de las ventanas madrileñas.
Me entretuve unos minutos confeccionando
el viaje que realizaríamos en una semana, sin quitar ojo a aquella pareja de
octogenarios de joven espíritu. No pararon de reír durante todo el tiempo que
les llevó decorar su ventana. Terminaron su “obra maestra” y se abrazaron. Un
abrazo de los que el tan solo observarlo, provocaba que el vello se erizase y
un pequeño escalofrío recorriese cada poro de la piel. Me emocioné si cabe aún
más, al comprobar que aquel hombre, que quién sabe la de penurias y desgracias a
las que podía haberse enfrentado a lo largo de su vida, era incapaz de controlar
sus lágrimas al recibir de su mujer un beso verdadero, como aquél que hacía más
de cincuenta años les unió, ensambló sus vidas para siempre.
Hacía mucho tiempo que no creía en
la Navidad, es más, podía decirse que la detestaba. Trataba cada año de
alejarme lo más posible de ese sentimiento de felicidad que invadía a todo el
que me rodeaba. Iba a ser el tercer año que celebraría la entrada del nuevo
año, esa barrera imaginaria que nos permite volver a ponernos metas, objetivos,
y sobre todo, olvidar y dejar de lado todo aquello negativo que nos
habían deparado los doce meses anteriores, lejos de mis familiares, lejos de
mis padres.
No conseguía recordar el último
año que nos juntamos, como una familia, cualquiera de las noches de fiesta
navideña, para celebrar que éramos eso, una familia.
Tampoco creía en la familia (la
de nacimiento). Siempre creí que cada uno elige su propia familia, que algo te
tiene que unir más a alguien que la propia sangre, sabiendo que lo ideal sería
poder disfrutar estos días con aquellos con los que se comparten apellidos.
Hoy ceno con mis padres, para
despedirme de ellos hasta dentro de unos días. No pasaré con ellos Nochebuena ni
Año Nuevo. Les echaré de menos, así como a la persona de mi familia que más lee
todo lo que garabateo en este blog, y que espero acompañe a mis padres en estas
citadas celebraciones.
Yo por mi parte me iré, con quien
más quiero, a buscar el verdadero significado de la Navidad. Quizá dentro de
cincuenta años sea capaz de emocionarme mientras ayudo a mis nietos a abrir sus
regalos y sonrío observando sus pequeñas sonrisas casi desdentadas irradiando
felicidad.
Mientras friego y recojo los
restos del desayuno, mis vecinos de piel rugosa y torpes movimientos, pero de
alma incombustible, reciben a sus familiares en su pequeño apartamento.
Abrazos, besos y alguna que otra lágrima, aquel pequeño estudio de no más de
cincuenta metros cuadrados emanaba felicidad.
¿Me habrán enseñado sin querer,
este par de longevos soñadores, lo que es la Navidad?