miércoles, 23 de diciembre de 2015

Feliz Navidad

Aún tenía la cara mojada, mientras observaba en el espejo del baño como cada vez mi barba iba adquiriendo un tono más blanquecino a la altura de mi barbilla. “Las canas te dan un toque más atractivo…” Cuántas veces había escuchado esa absurdez, que no lo niego, con diez años más podrá tener sentido.

La Navidad estaba a punto de comenzar. Mientras revisaba algunos mails esperando a que mi desayuno se terminase de calentar, observé como en el edificio de enfrente, una pareja de ancianos intentaban colocar una ristra de luces de colores de navidad, y un Papá Noel, de esos que de unos años para acá aparecen durante todo diciembre en los alféizares de las ventanas madrileñas.
Me entretuve unos minutos confeccionando el viaje que realizaríamos en una semana, sin quitar ojo a aquella pareja de octogenarios de joven espíritu. No pararon de reír durante todo el tiempo que les llevó decorar su ventana. Terminaron su “obra maestra” y se abrazaron. Un abrazo de los que el tan solo observarlo, provocaba que el vello se erizase y un pequeño escalofrío recorriese cada poro de la piel. Me emocioné si cabe aún más, al comprobar que aquel hombre, que quién sabe la de penurias y desgracias a las que podía haberse enfrentado a lo largo de su vida, era incapaz de controlar sus lágrimas al recibir de su mujer un beso verdadero, como aquél que hacía más de cincuenta años les unió, ensambló sus vidas para siempre.

Hacía mucho tiempo que no creía en la Navidad, es más, podía decirse que la detestaba. Trataba cada año de alejarme lo más posible de ese sentimiento de felicidad que invadía a todo el que me rodeaba. Iba a ser el tercer año que celebraría la entrada del nuevo año, esa barrera imaginaria que nos permite volver a ponernos metas, objetivos, y sobre todo,  olvidar  y dejar de lado todo aquello negativo que nos habían deparado los doce meses anteriores, lejos de mis familiares, lejos de mis padres.
No conseguía recordar el último año que nos juntamos, como una familia, cualquiera de las noches de fiesta navideña, para celebrar que éramos eso, una familia.

Tampoco creía en la familia (la de nacimiento). Siempre creí que cada uno elige su propia familia, que algo te tiene que unir más a alguien que la propia sangre, sabiendo que lo ideal sería poder disfrutar estos días con aquellos con los que se comparten apellidos.
Hoy ceno con mis padres, para despedirme de ellos hasta dentro de unos días. No pasaré con ellos Nochebuena ni Año Nuevo. Les echaré de menos, así como a la persona de mi familia que más lee todo lo que garabateo en este blog, y que espero acompañe a mis padres en estas citadas celebraciones.

Yo por mi parte me iré, con quien más quiero, a buscar el verdadero significado de la Navidad. Quizá dentro de cincuenta años sea capaz de emocionarme mientras ayudo a mis nietos a abrir sus regalos y sonrío observando sus pequeñas sonrisas casi desdentadas irradiando felicidad.
Mientras friego y recojo los restos del desayuno, mis vecinos de piel rugosa y torpes movimientos, pero de alma incombustible, reciben a sus familiares en su pequeño apartamento. Abrazos, besos y alguna que otra lágrima, aquel pequeño estudio de no más de cincuenta metros cuadrados emanaba felicidad.


¿Me habrán enseñado sin querer, este par de longevos soñadores, lo que es la Navidad?