Noventa días. Muchos de nuestros veranos
comenzaron con estas dos palabras. No eran exactamente noventa, aunque en su mente así se contabilizaban.
Noventa días de libertad para unos, de descanso para otros, de alegría para
todos. En especial para ellos dos, en especial para ella.
Aroma a pan recién tostado de buena mañana.
Tardes de “novela” o siesta, según el gusto de cada uno. Noches a la fresca,
alrededor del “pollo”, recordando las aventuras y desventuras que nos había
deparado el día.
Disfrutábamos de la rutina de nuestras
jornadas estivales, anclados en el paraje del pequeño valle del rio Corneja que
nos acogía cada verano. Crecíamos bajo su atenta mirada. La niñez dejaba paso a
la adolescencia y ésta a su vez a la juventud. Muchas “primeras veces” de
muchos de nosotros se esconden entre los rincones de nuestro pueblo. Una primera
calada, una primera resaca, el primer beso… olvidábamos durante aquellos meses las
barreras que nos autoimponíamos durante el resto del año.
Aquellos “noventa días” se iban reduciendo
con el paso de los años hasta limitarse a unos pocos días en torno al día
grande del verano, a la verbena, el 24 de agosto. Amiga de grandes
celebraciones, sus ojos brillaban cada vez que toda la familia nos reuníamos en
torno a la mesa. Era la manera de hacerle feliz.
El verano de mis treinta años fue el primero
en que pasé de noventa a cero. Él nos dejó hace unos años y ella tampoco estaba
allí. Su mente volaba dispersa alrededor de un mundo que había creado
sólo para
ella, en el que probablemente, era feliz. Nada se parecía a aquellos años en que
nos contaba cuentos antes de dormir: “si salgo de ésta y no muero, no quiero más
bodas al cielo” finalizaba uno de sus relatos más recurrentes.
Sus cuatro nietos tomamos diferentes caminos.
Quizá el mío fue el más lejano y apartado. Quizá fuese el menos apegado de los
cuatro. Quizá algún día volvamos a ser como aquellos niños que esperaban
ansiosos que llegase el momento de empezar a vivir durante “noventa días”.
Somos cuatro y mucho de lo que somos se lo
debemos a ellos. Ahora toca despedirnos de ella. Por fin tu cielo te aguarda,
aunque en esta ocasión, no volverás de la boda a la que tantas veces nos
contaste que fuiste. Gracias por la vida que nos enseñaste a vivir.