sábado, 16 de noviembre de 2019

Ximo y Clara

Qué guapa estaba Clara! Incluso con esas gafas de pasta y ese look de ejecutiva tan poco favorecedor. Nunca la habría imaginado vistiendo falda de tubo negra y americana “blazer” del mismo color… y menos con zapatos de tacón de aguja! Sin embargo, había que reconocer que los años le habían sentado de maravilla, mucho mejor que a mí.
         
Nos encontramos por casualidad, después de más de quince años. Yo exponía mi nueva colección en el local en que su empresa organizaba un “after work” (muy de moda entre las grandes multinacionales para favorecer el trabajo de equipo y buen ambiente entre sus empleados).

Mientras alineaba con meticulosidad uno de mis lienzos predilectos, una visión expresionista de la debacle medioambiental actual, se acercó sigilosamente y entre carcajadas me preguntó cómo podía ser capaz de mantener mi nombre de pila de la adolescencia como firma de mis cuadros: “Ximo”.

Ximo y Clara. Clara y Ximo. Hubo un tiempo en que no se concebía el uno sin el otro, en que ambos nombres iban de la mano y se completaban. Un tiempo en el que éramos unos perfectos desconocidos por separado pero como pareja nos comíamos el mundo, hasta que el mundo acabó devorándonos.

Habíamos quedado para tomar una copa en cuanto clausurase la exposición y hubiese terminado de recoger y empaquetar todos mis cuadros. Despedí al último de los visitantes, un jubilado con aires de millonario interesado en que expusiese en uno de sus locales “alternativos” (como él mismo los definió) situados en barrios poco recomendables de los suburbios de Madrid, oferta que rechacé amablemente con la excusa de que pasaría un largo periodo viajando y exponiendo fuera de España.

Me dirigí hacia la salida del local, donde ya me esperaba Clara fumándose uno de esos cigarrillos más largos y delgados que los habituales de cajetilla, comercializados en pequeños estuches de metal de diferentes diseños  y formatos, y a precios desorbitados. Me costaba encontrar en aquella abogada penalista (profesión de la que se sentía sumamente orgullosa, como pude comprobar posteriormente), algún atisbo de la persona que ocupó mi corazón durante toda mi juventud y parte de mi adolescencia.

Caminamos despacio, desde la Glorieta de Embajadores, donde acababa de exponer mi colección, hasta la Cava Baja en La Latina, y casi sin querer, terminamos en “nuestro” bar, al que no había vuelto desde aquel día en que nuestras vidas se separaron. Allí seguía Jero, tras la barra que ocupó su padre durante más de veinticinco años y que ahora él regentaba con más esmero que buen hacer. No me costó reconocerle. Más calvo y canoso, pero con los mismos inconfundibles ojos azules. 

Jero no dio crédito a lo que veían sus ojos. Ximo y Clara, la pareja perfecta, juntos de nuevo en su bar, tras más de quince años. Saltó la barra torpemente (había cogido varios kilos desde nuestro último encuentro) y nos abrazó a ambos, casi con lágrimas en los ojos, preguntándonos si volvíamos a tener una relación a lo que Clara respondió inmediatamente con una tajante negativa. No pareció importarle a este cuestionable barman y amigo de la infancia, porque literalmente nos acomodó en una de las mesas con sillones del establecimiento, y con una sonrisa en la cara, nos emplazó a esperar cinco minutos para poder degustar la especialidad del local: un simple gin tonic servido en copa de balón aderezado con una indescriptible espuma de cítricos. Jero se excusó tras colocar el último pétalo de violeta en la copa de Clara, y prometió unirse a nosotros en el momento en que su clientela de viernes por la noche le permitiese una merecida tregua.

Ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio, entretenidos ambos con los variopintos toppings que contenían nuestras bebidas. Lo intrascendente de la conversación que mantuvimos de camino al bar, se tornaría en importante en el momento que uno de los dos formulase la primera pregunta. Y no parecíamos por la labor de hacerlo, enfrascados en remover una y otra vez el amasijo de hielos de nuestras copas de balón.

Durante la casi media hora en que caminamos, a mi ritmo, Clara no paró de hablar de sus años como estudiante de Derecho en Bruselas, de cómo fue seleccionada para hacer un año de prácticas en la sede de la Unión Europea sita en dicha ciudad, y de los más de ocho años que llevaba trabajando en uno de los bufetes de abogados más importantes de Madrid. Incluso me confesó que esperaba ser nombrada socia en pocos meses, con el consecuente incremento de beneficios salariales y sobre todo, de prestigio.

Una triunfadora, independiente y ambiciosa, centrada en llegar lo más lejos posible en su carrera profesional. Una Clara totalmente diferente a aquélla con la que compartía sueños y locuras quince años atrás. Una Clara que no era “mi” Clara, la joven de casi diecisiete años que se coló como un huracán en mi círculo vital, plagado de excesos y malas decisiones. La “niña pija” que no tardó en ganarse al grupo de jóvenes de dudoso futuro que deambulábamos sin límites por  el barrio de Tirso de Molina. “Clara la de Ximo”, no tardó en dar paso a “Ximo y Clara, la pareja del Tirso”.

Aún recordaba la primera vez en que aceptó a posar para mí. Comenzaba el verano de 2004 y no habíamos perdido la costumbre de pasar los fines de semana estivales en la finca de la familia de Dani, cerca de Navacerrada. Las noches de juegos de mesa, películas e historias de miedo contadas bajo las estrellas, dejaron paso a madrugadas de desenfreno, alcohol y drogas, locuras temerarias y sueños de montaña rusa. Clara no tuvo problema en ser una más, quizá la que más. 

Llegamos a la colina del desfiladero, o como ella misma bautizó, “Allí donde solíamos gritar”. Porque gritábamos cada vez que llegábamos a nuestro destino. Porque sobrevivíamos a los cinco kilómetros que la separaban de la finca donde nos alojábamos. Porque íbamos tan “puestos” que nos daba igual lo que ocurriese, porque nunca pasaría nada (o eso queríamos pensar). Y porque mientras Clara conducía (sin carnet y sobrepasando los límites de la temeridad) no dejábamos de escuchar y cantar la canción de Love of Lesbian.

Me pidió que llevase conmigo mi maletín de pintura. Esa vez fuimos nosotros dos solos. Clara eufórica y yo concentrado. Mientras preparaba mi paleta, manteniendo el mismo orden de colores que utilizaba desde la primera vez que me puse frente a un lienzo, observé como ella ya se había colocado en la roca, en nuestra roca. En la que nos besamos por primera vez. En la que durante muchas noches habíamos planeado el futuro que le depararía a aquella pareja perfecta en la que nos habíamos convertido. La roca de Ximo y Clara.

Posaba como si se dedicase a ello profesionalmente. No me costó plasmar su mirada, la expresividad de sus oscuros ojos, la carnosidad de sus labios y la voluptuosidad de unas curvas que habían abandonado la adolescencia hacía ya varios veranos. Sin embargo, lo que más disfruté pintando fue su pelo negro azabache, ligeramente mecido por la brizna de viento cálido que soplaba aquel atardecer de julio, y cuidadosamente colocado sobre su pecho, dejando únicamente entrever lo políticamente correcto.

Tras más de cuatro horas, había concluido mi obra. Quizá no la mejor, pero sí la más excitante. Me acerqué al lugar donde Clara ya se había relajado, mostrando sin tapujos toda su anatomía, sin preocuparse si su larga melena cubría o no sus senos. Mientras le mostraba el cuadro, e intentaba explicarle lo que había tratado de representar en el mismo, ella había comenzado a besarme suavemente alrededor del cuello y la nuca, erizándome la piel únicamente con el roce de su cuerpo desnudo. A pesar de lo efervescente de la situación, continué titubeante con mis explicaciones, hasta que Clara deslizó suavemente su dedo índice sobre la comisura de ms labios, y cortó de raíz todo atisbo de ingenuidad que pudiese desentonar en la atmósfera de pasión y lujuria que no tardaría en tomar el control.

Nos buscábamos con las miradas como si fuésemos dos desconocidos, descubriéndonos y recorriendo cada centímetro de nuestros cuerpos. Nos besábamos y nos separábamos para volver a mordernos. Gemimos y gritamos, al unísono, dando rienda suelta a nuestros instintos más primarios. Quizá el efecto del par de gramos de coca que nos metimos antes de comenzar a pintar y posar nos permitió llegar a un clímax que jamás antes habíamos alcanzado. 

Un cigarro abrazados y volvíamos, ése era el trato, que comenzaba a anochecer. Finalmente fueron dos, aderezados con marihuana de la mejor calidad. Tumbados en nuestra roca, dando las últimas caladas y mirando al cielo estrellado de la sierra de Madrid, ojalá nunca me hubiese movido de allí, ojalá nunca hubiésemos cogido aquel coche…

Jero había concluido su turno antes de lo previsto. La nueva taberna de cariz neo modernista  y una oferta infinita de ginebras Premium, abierta pocas semanas atrás a escasos metros de su local, le había restado un buen número de clientes, especialmente durante los fines de semana. Tras limpiar la barra, se acercó a la mesa en la que Clara y yo continuábamos deambulando incómodos entre silencios interminables y diálogos sin fondo, sin alma, repletos de miedo. Tomó asiento, y con una sonrisa, quizá forzada, nos apremió a que apurásemos los últimos sorbos de la copa anterior, para que pudiésemos tomar otra, los tres juntos. Clara declinó la oferta. Se había hecho tarde y en poco más de diez minutos le recogería su actual pareja, para volver juntos a chalet donde residían a las afueras de Madrid.

Aprovechando la coyuntura, me disculpé y me despedí de ambos, con la excusa de que tomaría un vuelo a la mañana siguiente, temprano. Jero me hizo prometerle que regresaría a la vuelta de mi viaje, con más tiempo para ponernos al día y poder degustar su amplia carta de cócteles y combinados. No estaba seguro de querer volver. Ello supondría probablemente beber hasta perder el control de las emociones y abrir un cajón de recuerdos que aún, tras mucho tiempo, no me encontraba preparado para compartir ( quizá, no, con toda seguridad, Clara sentía lo mismo)

Todavía conservaba la habilidad de exhalar anillos de humo y elevarlos hasta perderse entre la oscuridad de la noche. Me relajaba, cada madrugada de insomnio a pesar del Lorazepam , del que ya empezaba a abusar,salir al balcón y fumar. Los insomnes del vecindario nos contábamos con los dedos de la mano, y nos conocíamos, después de innumerables noches observándonos, en silencio. Malas decisiones y arrepentimientos; dobles vidas camufladas en vidas perfectas; pasados turbulentos culminados con infortunios, de los de no poder regresar. Todo tenía cabida en los cuatro o cinco balcones del Tirsodonde varios desconocidos llorábamos y nos desgarrábamos por dentro, madrugada tras madrugada.

Me arremangué lentamente la pernera del pantalón, esperando como cada día, después de tantos años, que no estuviese allí. Me había acostumbrado a su presencia, a sentirla, a conseguir que prácticamente no me causara problema alguno de movilidad. Sin embargo, no era capaz de observarla durante más de dos segundos, sin recordar.

Clara conducía sin luces, en plena noche cerrada, gritando, eufórica, en éxtasis. Yo nunca supe lo que era el miedo. No tenía miedo a morir. Sabía que cualquier vida que me esperase al otro lado, no podría ser peor que ésta. Hasta que la conocí a ella. El límite al que estaba acostumbrado a llegar, sino rebasar, en todas las facetas de mi vida, comenzó a alejarse. Comencé a valorar la vida. Comencé a sentir miedo, y nunca sentí tanto miedo como aquella noche. Le pedí, le rogué, que disminuyese la velocidad y que encendiese las luces. Clara reía, y aceleraba más. No paraba de repetir dónde había quedado el XImo que no temía a nada, que necesitaba aquellas dosis de adrenalina para poder sobrevivir. 

Cinco kilómetros que tantas veces habíamos recorrido, de noche, de día, ebrios y puestos, y conocíamos como la palma de nuestra mano… ¿qué hacía ese inmenso roble en la curva de entrada a la finca de Dani?

Comenzaba a refrescar en las madrugadas de septiembre. Mi avión saldría en cuatro horas y quería al menos intentar dormir una. Me quité la prótesis de la pierna, sin mirarla, como siempre, y cojeando llegué a tumbarme en mi cama, boca arriba. Ya no dolía. No me quedaba ninguna secuela física más que un muñón, a la altura de lo que había sido mi rodilla, de los más de dos meses en coma, y otros nueve de rehabilitación. Distinto era el corazón. Aún dolía. Aún recordaba el día en que la madre de Clara me visitó en el hospital, en la fase final de mi rehabilitación, y me prohibió volver a ponerme en contacto con ella. Mala influencia, degenerado, drogadicto, son algunas de las realidades que salieron de su boca, refiriéndose a mí. Yo sólo quería saber cómo estaba ella, qué había sucedido tras el accidente. Mientras su madre se marchaba, y tras dejarme llorando preguntando ansioso por Clara, una de las enfermeras que me había cuidado durante todo este tiempo, y a la que creo ya me unía una amistad,  me confesó que estaba totalmente recuperada, que hacía varios meses que había abandonado el hospital. Aquella noche fue la primera que dormí más de seis horas seguidas, desde que desperté del coma.

No había conseguido conciliar el sueño y debía comenzar a prepararme ya para no perder mi avión a Praga, donde comenzaría mi “tour” europeo de exposiciones y eventos de arte. Había dejado mi maleta para el final, como siempre, y allí me veía, a escasas dos horas del embarque, empacando la ropa. Esta vez facturaba. Pasaría tres semanas fuera de Madrid, en varias ciudades europeas. 

Sin querer, y rompiendo mi rutina matinal, no había chequeado mi teléfono móvil al levantarme, invadido por la prisa y el pánico que me generaban el pensamiento de quedarme en tierra y perder el vuelo. Diez minutos antes de la hora en la que el taxi me esperaría en mi portal, comprobé en mi Smartphone a qué terminal debía dirigirme.  

Dos notificaciones de WhatsApp de un número desconocido. Era Clara.

“Me ha alegrado ver que has conseguido llegar lejos con tu arte, pero cambia la firma por favor J
Siento todo. Siento desaparecer. Siento que la Clara que conociste ya dejó de existir hace mucho tiempo. Se desvaneció abrazada a Ximo, allí donde solíamos gritar…”

Bajé por las escaleras, torpemente, con ojos vidriosos y releyendo una y otra vez el mensaje de Clara. El taxi ya me estaba esperando. Emprendimos la marcha, y le pedí por favor si podía bajar la ventana para sentir la brisa gélida de los amaneceres de Madrid. Una última lectura, y lo borré, sin guardar el contacto. 

Ximo y Clara, Clara y Ximo. Hubo un tiempo en que juntos nos comíamos el mundo, hasta que el mundo nos devoró.













domingo, 2 de junio de 2019

Mi Mánchester


Un avión con escala en Londres me trajo a Mánchester, más de dos años y medio atrás, y jamás podré llegar a expresar con palabras lo que esta experiencia ha significado para mí. 
Ahora, con la decisión de volver tomada, con el punto y final de esta historia en el horizonte, intentaré plasmar en estas líneas todo lo que me gustará contar en unos años, cuando me encuentre recordando con una sonrisa y alguna que otra lágrima, todo lo que aquí viví.

Finales de septiembre de 2016. A modo de huida, con más miedo por lo que me esperaría que tristeza por lo que dejaba atrás, comenzaba mi aventura en Mánchester. Una buena oportunidad laboral; una extrema necesidad de aparcar mi Madrid por un tiempo indefinido y saltar al vacío una vez más (quizá la última); un último tren hacia ese yo que aún no había conseguido encontrar.

Casualidad o destino, preferiría llamarlo suerte, la urbe del ladrillo rojo, cuna del fútbol y del fish and chips, y no muy agraciada pintorescamente hablando, me acogió en su seno. Desde el momento en que visité el centro de Mánchester por primera vez, me cercioré de que la opinión infundada que tenía de la ciudad, basada en falsos estereotipos acuñados por aquellos que no formaron parte de ella, cambiaría inmediata y radicalmente.

Si alguien me preguntase qué fue lo primero que sentí al explorar por primera vez los rincones y recovecos de la ciudad, no tendría duda alguna en responder: Mánchester emana vida. Mánchester huele a diversidad y contraste; a porridge con prisa de buena mañana y curry al caer el sol, aderezado con luces de neón. En definitiva, Mánchester huele a sueños.

Y sueños, sin duda, es lo que yo, y otros tantos como yo, vinimos persiguiendo a Reino Unido. Quizá Mánchester no fuese la opción deseada por la mayoría, sí en cambio la más conveniente y económica. Un empujón al inglés, un postgrado, un primer trabajo, o simplemente “un probar suerte”, todo tenía cabida en la maleta de ilusiones de todos aquellos que decidimos emigrar a la que a la postre, sería nuestra ciudad.

Un paseo por Castlefield y sus canales (mi primer barrio) al atardecer, buscando la luz y el ángulo adecuados para recoger la instantánea perfecta. 

Un salir de casa por la mañana, sin rumbo fijo, emprendiendo la marcha en Deansgate, a la altura del Hilton; visitando por enésima vez la John Rylands Library; callejeando hasta desorientarnos, ubicándonos de nuevo al reconocer St Anne Square , la plaza que, cubierta de flores y mensajes, encogió los corazones de todos los que vivimos en Mánchester, ya hace más de dos años. Un sentimiento de vida, de unidad, de humanidad y orgullo, que pocas veces había experimentado.

Un Sábado de shopping mañanero por Market Street; de visita obligada al Affleck’s y su paraíso Indie que nunca decepciona; de tacos para comer y pintas a media tarde, al calor del ambiente alternativo de Northern Quarter; de postureo al anochecer, con un gin-tonic (en copa de balón) en una mano y el Instagram stories abierto en la otra, disfrutando de la vista panorámica de la ciudad que ofrece el jardín interior del 20 Stories.

Domingos de Sunday Roast o de vuelta a las raíces;  de los que las comidas duran doce horas; de los de arrepentirse el Lunes a las 7.30am, y recordar con una sonrisa diez minutos después, con un café bien cargado; de los que la compañía hace que merezca la pena olvidarse de que al día siguiente esperarán decenas de mails en la bandeja de entrada.

Incontables noches de pizzas y alcohol, en tu casa o en la nuestra. Siempre con los de siempre, terminando la velada entre risas y bailables, aderezados con shots de Jagermeister, o simplemente entre conversaciones trascendentales de madrugada; de las de desnudarse frente al otro, mostrando debilidades y encontrando virtudes; dejando la vista de lado para observar con el corazón; construyendo momentos irrepetibles e imborrables (con permiso de la resaca del día siguiente).

¿Y qué sería de esos momentos sin todas las personas que los hacen posibles? 

Todos aquellos que emigramos, que abandonamos nuestra ciudad natal, que rechazamos vivir asidos por siempre a nuestra zona de confort, pronto nos damos cuenta de la importancia y la intensidad con la que se viven las relaciones en el extranjero. Quizá el comenzar desde cero en la mayoría de los casos; quizá el miedo a la soledad o la temporalidad de la aventura para la mayor parte de nosotros… 

Cada instante de felicidad se magnifica al igual que cada momento de tristeza se torna catastrófico. La amistad circula a un par de velocidades más de lo que nos tiene acostumbrados, casi siempre sin frenos. Un amigo de un conocido, invitado como tú a la despedida de éste, pasa a formar parte, casi sin querer y sin darte cuenta, del círculo de tus mejores amistades. Una carta para tu vecino,  entregada por error en tu buzón, desencadena un sin fin de tardes, noches, cafés, conversaciones y mensajes. 

Esa magia, tan extraña como bella y necesaria, permite derribar la barrera de los prejuicios, y lanzarse de lleno a descubrir que alguien como tú decidió arriesgarlo todo para empezar su nueva vida aquí, en Mánchester. Alguien a quien terminan uniéndote unos lazos tan fuertes que el solo hecho de pensar en una despedida, en no buscar hueco cada semana para compartir pintas y momentos, entristece el alma.

Y sí, tras varias ocasiones en las que decía adiós, siendo yo el que me quedaba, pronto me tocará despedirme desde el otro lado. Pronto volveremos los dos, al principio, finalizando nuestra etapa en Mánchester. Porque yo tuve la suerte de nunca estar solo, de compartir esta experiencia con quien comparto nuestro camino, y así, todo es mucho más fácil.

Poco más de un mes para regresar a mi Madrid. Algo más de treinta días para empaparme de recuerdos y bañarme en nostalgia; de visitar lugares por última vez y encontrarme con amigos por penúltima; de prepararme para decir “hasta pronto” a casi tres años de vida en la ciudad de la abeja.

Un nuevo cambio. Un nuevo salto, esta vez no tan al vacío como los anteriores, y con tintes de ser el definitivo. Una nueva etapa para alguien, que tras mucho buscar y perderse, encontró en Mánchester, dentro de sí mismo, a quien estaba buscando. No es solo una ciudad, es MI ciudad, y aunque nuestros caminos se separen, la llevaré siempre grabada en mi corazón, y desde hace un tiempo, también en mi piel.










  










domingo, 31 de marzo de 2019

A corazón descubierto

Hasta donde la memoria me alcanza, siempre le recuerdo enfrentado a su reloj (que nunca faltaba en su mano derecha, a pesar de ser diestro, paradigmas de la vida). Poco amigo de la puntualidad,  era incapaz de planear su tiempo adecuadamente para, en palabras de los que le rodeaban, no faltar al respeto a aquellos que tantas veces esperaron por él. Este defecto lo paliaba con una extraordinaria facilidad para improvisar todo tipo de justificaciones (alejadas del estereotipo de la excusa fácil), unida a su permanente sonrisa y su incuestionable don de palabra. Son incontables las ocasiones en que salió airoso de situaciones delicadas, relacionadas con su incorregible impuntualidad, gracias a estas tres “virtudes” que tanto sacaba partido.

Desde la adolescencia, siempre destacó en él su vertiente creativa. Muchos años pintando, otros tantos rasgando las cuerdas de su guitarra, y desde siempre, escribiendo. Hobbies teñidos de una vital necesidad de expresar todo aquello que no se sentía capaz de demostrar a través de su personalidad. Miedos, complejos y falta de confianza escondidos y encerrados en la coraza que había construido en torno a su corazón.

Nunca fue un mal estudiante, podría decirse que hasta brillante durante sus años de instituto. Afortunadamente, su capacidad le bastaba para conseguir grandes resultados con un esfuerzo “moderado”, durante esta etapa. De naturaleza impulsiva, aunque como solía decir, de “tendencia fácil al aburrimiento”, necesitaba de una grande y constante motivación para intentar alcanzar y finalizar los numerosos objetivos y proyectos que se propuso y comenzó. 

Alcanzada la mayoría de edad, una desacertada decisión le llevó por el camino que durante toda su vida se arrepentiría de haber tomado. En un ejercicio de falsa madurez, de conformismo y de aceptación de lo que socialmente se adecuaba mejor al falso perfil de estudiante modelo que había desarrollado durante los seis años anteriores, dejó de lado su verdadera vocación artística. 

Más de seis años a remolque. Más de seis años buscando la razón para no abandonar y perseguir sus verdaderos sueños. No fueron pocas las ocasiones en que le encontré llorando, maldiciendo, lamentando haber tomado tan aciaga decisión. Recuerdo una ocasión, en el límite de su desesperación y dispuesto a renunciar a aquello que comenzó años atrás, en que se encerró en el baño por más de una hora. Un baño caliente de burbujas; una ducha fría; una imagen empañada de sí mismo que le costó reconocer. En ese instante recordó el consejo que alguien le brindó, en el momento de su despedida, ya mucho tiempo atrás: “Cada vez que dudes de ti mismo, sitúate delante de un espejo. Fija tu mirada en el suelo y lentamente, álzala hasta que te veas reflejado. Observa con cautela lo que ves, y busca cuidadosamente en el interior del espejo la persona que quieres ser, y quizá, más importante, la persona en que te quieres convertir”.

Más de ocho años invertidos en formación universitaria y post universitaria. Una nueva vocación (financiera) que se fue abriendo paso poco a poco y que ahora es parte esencial de su vida. Una incipiente y creciente necesidad por vivir nuevas experiencias, por conocer y aprender y no conformarse con una vida fácil, que le llevó a no echar raíces en ningún lugar, aun sintiendo apego por todos por los que su camino discurrió. Una personalidad forjada a base de cada uno de los momentos que se fueron haciendo hueco en los capítulos de su existencia.

No hace mucho le pregunté (me pregunté) si con todo lo que había vivido, y de la forma en que lo había vivido, había renunciado a todo aquello que mi yo de dieciocho años soñaba y fantaseaba con lograr. 

Eran las ocho de la tarde, en el apartamento en el que vivo alquilado en Mánchester, y disfrutaba de uno de los baños que me gusta ofrecerme como homenaje cada cierto tiempo. Al terminar de secarme, frente al espejo empañado, desnudo, pude distinguir a alguien similar a aquél que, en uno de mis peores momentos, visualicé como la persona en quien me quería convertir. Sonreí y me devolvió la sonrisa. La vida volvería a girar pronto, pero me sentía preparado para ello, para volver sin remordimientos. 

Faltaban veintiséis para el veintiséis, y a pesar de que no me creo que ya vaya a por los treinta y dos, cada vez me siento mejor. Como he oído por ahí, todo lo bueno sucede en abril.