Qué guapa estaba Clara! Incluso con esas gafas de pasta y ese look de ejecutiva tan poco favorecedor. Nunca la habría imaginado vistiendo falda de tubo negra y americana “blazer” del mismo color… y menos con zapatos de tacón de aguja! Sin embargo, había que reconocer que los años le habían sentado de maravilla, mucho mejor que a mí.
Nos encontramos por casualidad, después de más de quince años. Yo exponía mi nueva colección en el local en que su empresa organizaba un “after work” (muy de moda entre las grandes multinacionales para favorecer el trabajo de equipo y buen ambiente entre sus empleados).
Mientras alineaba con meticulosidad uno de mis lienzos predilectos, una visión expresionista de la debacle medioambiental actual, se acercó sigilosamente y entre carcajadas me preguntó cómo podía ser capaz de mantener mi nombre de pila de la adolescencia como firma de mis cuadros: “Ximo”.
Ximo y Clara. Clara y Ximo. Hubo un tiempo en que no se concebía el uno sin el otro, en que ambos nombres iban de la mano y se completaban. Un tiempo en el que éramos unos perfectos desconocidos por separado pero como pareja nos comíamos el mundo, hasta que el mundo acabó devorándonos.
Habíamos quedado para tomar una copa en cuanto clausurase la exposición y hubiese terminado de recoger y empaquetar todos mis cuadros. Despedí al último de los visitantes, un jubilado con aires de millonario interesado en que expusiese en uno de sus locales “alternativos” (como él mismo los definió) situados en barrios poco recomendables de los suburbios de Madrid, oferta que rechacé amablemente con la excusa de que pasaría un largo periodo viajando y exponiendo fuera de España.
Me dirigí hacia la salida del local, donde ya me esperaba Clara fumándose uno de esos cigarrillos más largos y delgados que los habituales de cajetilla, comercializados en pequeños estuches de metal de diferentes diseños y formatos, y a precios desorbitados. Me costaba encontrar en aquella abogada penalista (profesión de la que se sentía sumamente orgullosa, como pude comprobar posteriormente), algún atisbo de la persona que ocupó mi corazón durante toda mi juventud y parte de mi adolescencia.
Caminamos despacio, desde la Glorieta de Embajadores, donde acababa de exponer mi colección, hasta la Cava Baja en La Latina, y casi sin querer, terminamos en “nuestro” bar, al que no había vuelto desde aquel día en que nuestras vidas se separaron. Allí seguía Jero, tras la barra que ocupó su padre durante más de veinticinco años y que ahora él regentaba con más esmero que buen hacer. No me costó reconocerle. Más calvo y canoso, pero con los mismos inconfundibles ojos azules.
Jero no dio crédito a lo que veían sus ojos. Ximo y Clara, la pareja perfecta, juntos de nuevo en su bar, tras más de quince años. Saltó la barra torpemente (había cogido varios kilos desde nuestro último encuentro) y nos abrazó a ambos, casi con lágrimas en los ojos, preguntándonos si volvíamos a tener una relación a lo que Clara respondió inmediatamente con una tajante negativa. No pareció importarle a este cuestionable barman y amigo de la infancia, porque literalmente nos acomodó en una de las mesas con sillones del establecimiento, y con una sonrisa en la cara, nos emplazó a esperar cinco minutos para poder degustar la especialidad del local: un simple gin tonic servido en copa de balón aderezado con una indescriptible espuma de cítricos. Jero se excusó tras colocar el último pétalo de violeta en la copa de Clara, y prometió unirse a nosotros en el momento en que su clientela de viernes por la noche le permitiese una merecida tregua.
Ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio, entretenidos ambos con los variopintos toppings que contenían nuestras bebidas. Lo intrascendente de la conversación que mantuvimos de camino al bar, se tornaría en importante en el momento que uno de los dos formulase la primera pregunta. Y no parecíamos por la labor de hacerlo, enfrascados en remover una y otra vez el amasijo de hielos de nuestras copas de balón.
Durante la casi media hora en que caminamos, a mi ritmo, Clara no paró de hablar de sus años como estudiante de Derecho en Bruselas, de cómo fue seleccionada para hacer un año de prácticas en la sede de la Unión Europea sita en dicha ciudad, y de los más de ocho años que llevaba trabajando en uno de los bufetes de abogados más importantes de Madrid. Incluso me confesó que esperaba ser nombrada socia en pocos meses, con el consecuente incremento de beneficios salariales y sobre todo, de prestigio.
Una triunfadora, independiente y ambiciosa, centrada en llegar lo más lejos posible en su carrera profesional. Una Clara totalmente diferente a aquélla con la que compartía sueños y locuras quince años atrás. Una Clara que no era “mi” Clara, la joven de casi diecisiete años que se coló como un huracán en mi círculo vital, plagado de excesos y malas decisiones. La “niña pija” que no tardó en ganarse al grupo de jóvenes de dudoso futuro que deambulábamos sin límites por el barrio de Tirso de Molina. “Clara la de Ximo”, no tardó en dar paso a “Ximo y Clara, la pareja del Tirso”.
Aún recordaba la primera vez en que aceptó a posar para mí. Comenzaba el verano de 2004 y no habíamos perdido la costumbre de pasar los fines de semana estivales en la finca de la familia de Dani, cerca de Navacerrada. Las noches de juegos de mesa, películas e historias de miedo contadas bajo las estrellas, dejaron paso a madrugadas de desenfreno, alcohol y drogas, locuras temerarias y sueños de montaña rusa. Clara no tuvo problema en ser una más, quizá la que más.
Llegamos a la colina del desfiladero, o como ella misma bautizó, “Allí donde solíamos gritar”. Porque gritábamos cada vez que llegábamos a nuestro destino. Porque sobrevivíamos a los cinco kilómetros que la separaban de la finca donde nos alojábamos. Porque íbamos tan “puestos” que nos daba igual lo que ocurriese, porque nunca pasaría nada (o eso queríamos pensar). Y porque mientras Clara conducía (sin carnet y sobrepasando los límites de la temeridad) no dejábamos de escuchar y cantar la canción de Love of Lesbian.
Me pidió que llevase conmigo mi maletín de pintura. Esa vez fuimos nosotros dos solos. Clara eufórica y yo concentrado. Mientras preparaba mi paleta, manteniendo el mismo orden de colores que utilizaba desde la primera vez que me puse frente a un lienzo, observé como ella ya se había colocado en la roca, en nuestra roca. En la que nos besamos por primera vez. En la que durante muchas noches habíamos planeado el futuro que le depararía a aquella pareja perfecta en la que nos habíamos convertido. La roca de Ximo y Clara.
Posaba como si se dedicase a ello profesionalmente. No me costó plasmar su mirada, la expresividad de sus oscuros ojos, la carnosidad de sus labios y la voluptuosidad de unas curvas que habían abandonado la adolescencia hacía ya varios veranos. Sin embargo, lo que más disfruté pintando fue su pelo negro azabache, ligeramente mecido por la brizna de viento cálido que soplaba aquel atardecer de julio, y cuidadosamente colocado sobre su pecho, dejando únicamente entrever lo políticamente correcto.
Tras más de cuatro horas, había concluido mi obra. Quizá no la mejor, pero sí la más excitante. Me acerqué al lugar donde Clara ya se había relajado, mostrando sin tapujos toda su anatomía, sin preocuparse si su larga melena cubría o no sus senos. Mientras le mostraba el cuadro, e intentaba explicarle lo que había tratado de representar en el mismo, ella había comenzado a besarme suavemente alrededor del cuello y la nuca, erizándome la piel únicamente con el roce de su cuerpo desnudo. A pesar de lo efervescente de la situación, continué titubeante con mis explicaciones, hasta que Clara deslizó suavemente su dedo índice sobre la comisura de ms labios, y cortó de raíz todo atisbo de ingenuidad que pudiese desentonar en la atmósfera de pasión y lujuria que no tardaría en tomar el control.
Nos buscábamos con las miradas como si fuésemos dos desconocidos, descubriéndonos y recorriendo cada centímetro de nuestros cuerpos. Nos besábamos y nos separábamos para volver a mordernos. Gemimos y gritamos, al unísono, dando rienda suelta a nuestros instintos más primarios. Quizá el efecto del par de gramos de coca que nos metimos antes de comenzar a pintar y posar nos permitió llegar a un clímax que jamás antes habíamos alcanzado.
Un cigarro abrazados y volvíamos, ése era el trato, que comenzaba a anochecer. Finalmente fueron dos, aderezados con marihuana de la mejor calidad. Tumbados en nuestra roca, dando las últimas caladas y mirando al cielo estrellado de la sierra de Madrid, ojalá nunca me hubiese movido de allí, ojalá nunca hubiésemos cogido aquel coche…
Jero había concluido su turno antes de lo previsto. La nueva taberna de cariz neo modernista y una oferta infinita de ginebras Premium, abierta pocas semanas atrás a escasos metros de su local, le había restado un buen número de clientes, especialmente durante los fines de semana. Tras limpiar la barra, se acercó a la mesa en la que Clara y yo continuábamos deambulando incómodos entre silencios interminables y diálogos sin fondo, sin alma, repletos de miedo. Tomó asiento, y con una sonrisa, quizá forzada, nos apremió a que apurásemos los últimos sorbos de la copa anterior, para que pudiésemos tomar otra, los tres juntos. Clara declinó la oferta. Se había hecho tarde y en poco más de diez minutos le recogería su actual pareja, para volver juntos a chalet donde residían a las afueras de Madrid.
Aprovechando la coyuntura, me disculpé y me despedí de ambos, con la excusa de que tomaría un vuelo a la mañana siguiente, temprano. Jero me hizo prometerle que regresaría a la vuelta de mi viaje, con más tiempo para ponernos al día y poder degustar su amplia carta de cócteles y combinados. No estaba seguro de querer volver. Ello supondría probablemente beber hasta perder el control de las emociones y abrir un cajón de recuerdos que aún, tras mucho tiempo, no me encontraba preparado para compartir ( quizá, no, con toda seguridad, Clara sentía lo mismo)
Todavía conservaba la habilidad de exhalar anillos de humo y elevarlos hasta perderse entre la oscuridad de la noche. Me relajaba, cada madrugada de insomnio a pesar del Lorazepam , del que ya empezaba a abusar,salir al balcón y fumar. Los insomnes del vecindario nos contábamos con los dedos de la mano, y nos conocíamos, después de innumerables noches observándonos, en silencio. Malas decisiones y arrepentimientos; dobles vidas camufladas en vidas perfectas; pasados turbulentos culminados con infortunios, de los de no poder regresar. Todo tenía cabida en los cuatro o cinco balcones del Tirsodonde varios desconocidos llorábamos y nos desgarrábamos por dentro, madrugada tras madrugada.
Me arremangué lentamente la pernera del pantalón, esperando como cada día, después de tantos años, que no estuviese allí. Me había acostumbrado a su presencia, a sentirla, a conseguir que prácticamente no me causara problema alguno de movilidad. Sin embargo, no era capaz de observarla durante más de dos segundos, sin recordar.
Clara conducía sin luces, en plena noche cerrada, gritando, eufórica, en éxtasis. Yo nunca supe lo que era el miedo. No tenía miedo a morir. Sabía que cualquier vida que me esperase al otro lado, no podría ser peor que ésta. Hasta que la conocí a ella. El límite al que estaba acostumbrado a llegar, sino rebasar, en todas las facetas de mi vida, comenzó a alejarse. Comencé a valorar la vida. Comencé a sentir miedo, y nunca sentí tanto miedo como aquella noche. Le pedí, le rogué, que disminuyese la velocidad y que encendiese las luces. Clara reía, y aceleraba más. No paraba de repetir dónde había quedado el XImo que no temía a nada, que necesitaba aquellas dosis de adrenalina para poder sobrevivir.
Cinco kilómetros que tantas veces habíamos recorrido, de noche, de día, ebrios y puestos, y conocíamos como la palma de nuestra mano… ¿qué hacía ese inmenso roble en la curva de entrada a la finca de Dani?
Comenzaba a refrescar en las madrugadas de septiembre. Mi avión saldría en cuatro horas y quería al menos intentar dormir una. Me quité la prótesis de la pierna, sin mirarla, como siempre, y cojeando llegué a tumbarme en mi cama, boca arriba. Ya no dolía. No me quedaba ninguna secuela física más que un muñón, a la altura de lo que había sido mi rodilla, de los más de dos meses en coma, y otros nueve de rehabilitación. Distinto era el corazón. Aún dolía. Aún recordaba el día en que la madre de Clara me visitó en el hospital, en la fase final de mi rehabilitación, y me prohibió volver a ponerme en contacto con ella. Mala influencia, degenerado, drogadicto, son algunas de las realidades que salieron de su boca, refiriéndose a mí. Yo sólo quería saber cómo estaba ella, qué había sucedido tras el accidente. Mientras su madre se marchaba, y tras dejarme llorando preguntando ansioso por Clara, una de las enfermeras que me había cuidado durante todo este tiempo, y a la que creo ya me unía una amistad, me confesó que estaba totalmente recuperada, que hacía varios meses que había abandonado el hospital. Aquella noche fue la primera que dormí más de seis horas seguidas, desde que desperté del coma.
No había conseguido conciliar el sueño y debía comenzar a prepararme ya para no perder mi avión a Praga, donde comenzaría mi “tour” europeo de exposiciones y eventos de arte. Había dejado mi maleta para el final, como siempre, y allí me veía, a escasas dos horas del embarque, empacando la ropa. Esta vez facturaba. Pasaría tres semanas fuera de Madrid, en varias ciudades europeas.
Sin querer, y rompiendo mi rutina matinal, no había chequeado mi teléfono móvil al levantarme, invadido por la prisa y el pánico que me generaban el pensamiento de quedarme en tierra y perder el vuelo. Diez minutos antes de la hora en la que el taxi me esperaría en mi portal, comprobé en mi Smartphone a qué terminal debía dirigirme.
Dos notificaciones de WhatsApp de un número desconocido. Era Clara.
“Me ha alegrado ver que has conseguido llegar lejos con tu arte, pero cambia la firma por favor J.
Siento todo. Siento desaparecer. Siento que la Clara que conociste ya dejó de existir hace mucho tiempo. Se desvaneció abrazada a Ximo, allí donde solíamos gritar…”
Bajé por las escaleras, torpemente, con ojos vidriosos y releyendo una y otra vez el mensaje de Clara. El taxi ya me estaba esperando. Emprendimos la marcha, y le pedí por favor si podía bajar la ventana para sentir la brisa gélida de los amaneceres de Madrid. Una última lectura, y lo borré, sin guardar el contacto.
Ximo y Clara, Clara y Ximo. Hubo un tiempo en que juntos nos comíamos el mundo, hasta que el mundo nos devoró.