“ Nunca fue fácil ser Sam. Un chico normal, viviendo en un barrio normal de los suburbios de Londres, en el seno de una familia normal. Creció siendo hijo único, en soledad, lo que suplía manteniendo una relación estrecha y cercana con sus padres, especialmente con su madre.
Siendo adolescente, bajo su aparente fachada de chiquillo alegre y risueño, comenzaron a brotar sus primeros miedos e inseguridades. Nacieron sus primeros fantasmas.
Durante su juventud siempre fue un buen estudiante e hijo modélico, de los que no causan problemas. Ni guapo ni feo, de complexión más bien delgada, y un estilo aún por definir, así vagó Sam por sus años de “High School”. Sin embargo, siempre odió ser uno más, alguien a quien resultase fácil olvidar. Se imaginó constantemente como uno de esos jóvenes precoces, de los primeros en llegar a las primeras veces, amados y odiados a partes iguales. Se imaginó siendo alguien que no pasara inadvertido y dejase huella; siendo uno de los personajes de los muchos libros que leía, con una vida difícil, un pasado tormentoso, cuerpo de acero y corazón de cristal.
Y de tanto odiarse y de tanto imaginar, Sam comenzó a fundir sus sueños con la realidad. Entrada la mayoría de edad, cambió radicalmente su apariencia. Varios kilos de músculo, una imagen más cuidada y un estilo con más estilo, ayudaron a que tuviera un cierto parecido con esos a los que tanto admiraba y envidiaba. Cambió además de aires y de gente. Cambió de pasado.
Su imaginación desbordante y desbordada, y su buena memoria, permitieron que a ojos de su nuevo mundo, la adolescencia y juventud de Sam pareciesen sacadas de uno de los libros que tantas veces leyó y releyó. No escatimaba en detalle. Había creado en torno a sí un personaje, en el que la línea entre lo real y lo imaginario se volvía cada vez más difusa y peligrosa.
Un veinteañero atractivo, con un look cuidado, sonriente y carismático. De presente brillante y pasado plagado de historias que contar. Ni rastro de aquel niño que pasó de puntillas por su juventud, intentando disimular sus miedos y complejos, y espantar a sus fantasmas.
Comenzó a sentirse deseado, a atraer y cautivar. Fingía estar acostumbrado a ello. Su personaje así lo estaba. Tantas veces había aparentado ser un seductor, de léxico fácil y halagador, protagonista de un sin fin de historias de amor y odio, que no le resultó difícil continuar viviendo su propia ficción.
Casi sin darse cuenta, había tejido una red de mentiras y falsedades alrededor de su persona, que con el paso del tiempo fue creciendo, tornándose más y más frondosa, hasta el punto de no permitirle discernir su propia realidad.
¿Quién es Sam?
Pasada la treintena, esa pregunta no dejó de martillear su mente, a diario. A menudo se mantenía parado frente al espejo, con la cara empapada, vislumbrando el día en que esa carga acumulada a través de los años, pudiese con él. El día en que se derribase ese castillo de falsas apariencias y él no hubiese tenido tiempo de apartarse. El día en que fuese incapaz de responder a esa pregunta.
Nadie conocía su verdad. Ni siquiera familiares y amigos cercanos. Ni siquiera la persona con la que compartía su vida desde hacía muchos años.
Sam huyó. Era su manera de escapar, de no afrontar, de no enfrentarse a sí mismo. Puso punto y aparte a su vida. La espiral de miedos, mentiras e inseguridades, débilmente escondida y disimulada tras su propio disfraz de mentiras e invenciones, estaba a punto de estallar en su interior.
Deambuló, durante meses, sin sentido, sin sonreír. En su huida, dejó lo más importante por el camino. Se quebró en mil añicos. Se quemó por dentro y derramó tantas lágrimas que contabilizaba los días en función de si le sobrevenía el llanto o no. Sin embargo, pese al dolor, no abandonó su vida imaginaria. No renunció a aquél que soñó e idealizó y que ya llegó a interiorizar de tal manera que le costaba asumir su propia y verdadera identidad. A pesar del dolor, del daño emocional, continuó tejiendo esa red de sueños y falsa realidad, hasta que temió ahogarse con ella.
Hasta hoy. Sam había decidido ser él mismo. Dejó de lado la vergüenza, el miedo, y el qué dirán. Su intención era comenzar a vivir sin esa carga que a punto estuvo de acabar con él. Había perdido demasiado por no aceptarse tal y como le mostraba el espejo.
Sam, casi treinta años después, siente que la vida pesa menos. Se lava la cara, siete veces. Observa su reflejo. Sus lágrimas se confunden con las gotas de agua que aún no se ha secado. Se pide perdón. A él no. A ese niño normal, criado en un barrio normal, en el seno de la mejor familia posible.
Sam, ese hombre normal, que a sus treinta y algunos, descubrió que nunca fue uno de los personajes que su imaginación desbordante y desbordada, le hizo creer que era”
Natalia leyó en silencio, tomándose su tiempo, mientras yo la miraba nervioso, escrutando cada uno de sus gestos e intentando adivinar el significado de los mismos.
Hacía varias semanas que no conversábamos. Me incitó a ser transparente y, en el momento en que estuviese preparado, volver a ella, para empezar de cero. Para afrontar mi realidad.
Tras unos segundos sosteniendo mi mirada, se levantó, y lentamente se acercó a mí, abrazándome con cuidado.
“ Vas a estar bien, te lo prometo. Has dado el paso más importante”
Más de media hora conversando, sin un tema concreto qué tratar, intentando recordar alguno de los momentos en que sonreí por última vez. No quise ahondar en ello, pero tenía muy presente el instante en que dejé de ser feliz.
Tras despedirnos, emplazándonos a continuar con aquellas sesiones de “charla” semanal, como ella las denominaba, y mientras yo cruzaba la puerta para abandonar su pequeño despacho, Natalia me formuló la pregunta que durante la hora anterior había estado esperando:
“¿Quién es Sam?"