Una botella de “Mar de Frades” y otra de “Roku Gin”, para celebrar la edad de Cristo entre cuatro paredes, un marco sin cuadro y una piscina sin limpiar (¡ah! Y un confinamiento sin fecha de caducidad). Videollamadas y mensajes que alegraron el alma de un “Yo” rapado y demacrado, tan delgado que a mi armario le costaba reconocerme, y tan perdido entre lo que no se ve, que mis treinta y tres terminaron a las ocho de la tarde arrodillado ante mi retrete (las mezclas nunca fueron buenas, y menos aún, en soledad).
Doce meses después, ¿cómo decirlo?, como acertadamente alguien me escribió hacía ya tiempo atrás: “Emilio, le has puesto el “Boost” a tu vida”. Y nadie, jamás, lo ha podido expresar mejor.
Naufragué en un fondo tan oscuro y a la vez tan reconfortante, que me acomodé en su seno y dilapidé mi persona y personalidad hasta perderme de vista. Alternaba jornadas de llanto con publicaciones diarias (y escuetas de ropa) en Instagram, que dejaban entrever un atolladero de complejos, acumulados durante más de veinte años, a escasas lágrimas de ver la luz. Y no tardaron en verla.
Busqué ayuda fuera, pero no me bastó con la impersonalidad de una pantalla de ordenador. Sin embargo, un consejo fuera de lugar, entre sesión y sesión antes de mi jornada laboral de “forecasts” y “cierres mensuales”, me devolvió a lo que antaño había sido mi vía de escape, mi forma de evasión forzosa: volví a escribir de mí. Un diario emocional. Diecisiete páginas sin filtro ni censura, de verdades y confesiones. Diecisiete páginas en las que el dolor de los primeros días dejaba paso al perdón, atravesado por un mar de dudas, por emociones dispares y, sobre todo, por miedo, mucho miedo.
Veintisiete días después, la madrugada de un viernes a escasas horas de ser “libres” (entrábamos en “Fase 1” de desescalada), escribía las últimas líneas en tono de despedida, con lágrimas en los ojos y una punzada interminable rodeando mi pecho. Una vez releído, borré aquel diario emocional que me acompañó durante casi un mes de insomnio y Diazepan, y comencé a escribir una nueva página, esta vez, en mi Blog personal.
Describí a “Sam”, mi “Yo” más sincero y verdadero, y recordé “Siete vidas”, en las que lo real y lo imaginario se fundían como se habían fundido durante tantos años en la mía. Recorrí durante horas la noche de un Madrid de luces tenues y silencio ensordecedor, a través del ventanal de un apartamento de “Malasaña”. Y por fin, me reconcilié con ése al que tantas veces había odiado, mientras un bostezo de sueño reparador me recordaba que había olvidado (intencionalmente) los diez miligramos de Valium que custodiaron mi mesilla de noche durante tantos meses.
Dejé de esconderme, de evadir la sinceridad y de manipular mi propia realidad. Me resguardé al calor de los de siempre, haciéndoles partícipes de mi “Sam”, a pesar del temor al rechazo que pudiese provocar. Gané y perdí, como en todo proceso, pero abandoné el peso que me atormentó durante años y amenazaba con llegar a destruirme.
La nueva libertad que nos devolvió el verano, el aroma a mar, las brasas humeantes de cada una de las barbacoas en que celebramos la amistad (y el des confinamiento), el calor de las noches estivales en buena compañía…todo ello contribuyó a que poco a poco fuese olvidando las madrugadas de desvelo.
En septiembre aceleré. Emprendí la aventura más difícil, y a la postre, más importante y enriquecedora de mi vida, persiguiendo unos ojos oscuros casi negros. Seis vuelos México-Madrid, a pesar de la situación, a pesar de la distancia, a pesar de todo y todos. Incontables noches de trabajo desde el otro lado del charco con la consecuente falta de sueño. Presión, ansiedad, miedo…todo ello girando a mil revoluciones, con el único objetivo de hallar el modo de comenzar nuestro camino juntos, sin más abrazos interminables de incertidumbre que llenaban de lágrimas cada despedida.
Comprometido. Propietario. Casado. Por fin juntos. El “Boost” de mi vida alcanzó su máximo apogeo. Madrid nos esperaba.
Dos meses y trece días después, finalmente me despido de mis treinta y tres, la edad de Cristo. Soy ateo, pero durante este año me crucifiqué, me descolgué, y volví a caminar.
Hace unas horas celebraba mi pre cumpleaños, este año en compañía, sin video llamadas de color de rojo ni alcohol en soledad. Ni rastro de aquel día, un año atrás, en el que un “Yo”, rapado y demacrado buscaba emborracharse cuanto antes para olvidar que cumplía años. Sólo una botella de “Roku Gin”…