miércoles, 27 de agosto de 2014

EL CAMINO DE EZAN

La luna brillaba triste aquella noche. Borrosa, a través de los ojos de Ezan, se apiadaba de él. La miraba, con miedo, melancólico, sabiendo que aquella podía ser la última noche en que, desde la cima de aquella colina de roca granítica, la contemplase, mientras se lamía las profundas heridas que le había provocado la lucha por el trono de la manada.
Sabía que aquella noche era fundamental. Si conseguía sobrevivir hasta que llegase el alba, significaría que su hora aún no había llegado.
Cada vez la luna se iba tornando más borrosa a ojos de Ezan. Sus heridas eran muy graves. Casi no podía caminar sin tropezar y caer a cada pocos pasos. Había perdido a su manada . Sin embargo, lo que más le importaba, la había perdido a ella.
Ezan era el primogénito del jefe de la manada. Al cumplir los 5 años, debía medirse en un duelo a muerte con aquél que le retase, para suceder a su padre de una manera justa, con el fin de demostrar a todos los miembros de la manada que era el elegido, en quien podrían confiar su futuro.
Yago fue quien le retó, su primo. Habían crecido juntos, jugando, riendo y aprendiendo, hasta que un año atrás, su amistad inquebrantable se resquebrajó por culpa de Senia, de pelo mestizo y profundos ojos grisáceos, de la cual ambos quedaron prendados.
Senia se enamoró de Ezan. De verdad le quería, no por su posición o su futuro como jefe de la manada. De verdad se veía junto a él el resto de sus vidas, sin importar lo que pasara. Ezan nunca llegó a confiar en que ello fuera verdad. Se sentía en plenitud de poder y victorioso por haber conseguido su amor, y por verse en escasos meses como jefe de la tribu. No tenía duda alguna acerca de su victoria en el duelo, si es que algún otro lobo tuviese el valor de retarlo. Sin embargo, por mucho que Senia se lo repitiese, no llegaba a confiar en ella. Esto fue su perdición.
Comenzó a comportarse como un tirano. Aun sin haber llegado el día en que tomase el relevo de su padre, sus aires de superioridad contaminaron a toda la manada. Nadie en ella podía reconocer en aquel lobo negro con la media luna blanca en el pecho, el cachorro que hace ya mucho tiempo soñaba con ser el jefe de todas las manadas de la colina, el que evitaría la lucha de clanes entre ellas.
A pocos días del relevo generacional, la desconfianza se había instaurado en la manada. Ninguno de sus miembros veía a Ezan como el futuro jefe y éste lo sabía. Lejos de intentar cambiar, su actitud y comportamiento empeoraron. Se enfrentó en varias ocasiones con aquellos que abiertamente se oponían a él. Muchos de ellos habían pedido encarecidamente a Yago, el primo de Ezan, que le retase en duelo a muerte para obtener el trono de la roca. La manada entera confiaba en él, en aquél que había crecido a la sombra de Ezan y que había seguido el camino que ambos se marcaron cuando eran cachorros.
La única que continuaba a su lado, incondicionalmente, como tantas veces le había prometido, era Senia. A pesar de todo, sabía que Ezan no era así, que en algún momento volvería a encontrar la senda que hacía tiempo había perdido.
La noche antes del duelo, Ezan no pudo dormir. El miedo a morir le atormentaba. Senia trataba sin éxito de calmarlo. Caminaron bajo las estrellas hasta el punto más alto de la colina, hasta su roca. No se veía la luna, cubierta por un manto de nubes bajas. Senia le miró, triste al comprobar cómo el miedo emanaba de los ojos de Ezan. Éste, lejos de reconocerlo, le volvió a recriminar que jamás podría llegar a confiar en ella y que no entendía por qué estaba allí, con él, si como todos los demás, debería odiarle. Senia, con lágrimas en los ojos, le contestó lo que siempre le había dicho: estaría incondicionalmente a su lado, pasase lo que pasase, más aún en los malos momentos como aquél en que se encontraban. Ezan se giró, dándole la espalda. No podía mostrar debilidad. Miró al cielo y no pudo ver la luna. Observó como la mancha de su pecho en forma de media luna, su seña de identidad, se había deteriorado en el último año. En ese momento supo que al día siguiente perdería.
Ezan no podía mantenerse despierto. Cada vez sangraba más. No le importaba haber sido desterrado y haber deshonrado a su padre y al resto de la manada. Sólo le importaba ella, la única que se había mantenido a su lado. Sabía que había perdido la confianza en él mismo y es lo que había provocado que se comportase de aquella manera, y que hubiese tomado el camino de oscuridad y tiranía que había elegido, con el fin de esconder sus propios miedos. Se recostó sobre sus patas delanteras. La luna de su pecho estaba manchada de sangre. Miró al cielo, como tantas noches desde su roca, y ahí estaba la luna, llena, brillante. Cerró los ojos y esperando su hora, la imagen de Senia inundó su memoria. Le pidió perdón por todo y gritó a la luna que la quería, antes de perder el conocimiento.
Al alba se despertó. No sabía aún si estaba vivo o muerto. Alzó la vista y allí estaba ella, Senia. Le había encontrado malherido, a punto de morir, y había pasado toda la noche limpiando sus heridas, y humedeciendo su cuerpo para bajarle la fiebre. Ezan no podía creerlo. A pesar de todo no le había abandonado y le había salvado la vida.  No pudo contener las lágrimas y lloró desconsolado. Entre sollozos le volvió a preguntar por qué, por qué aun sabiendo que se le consideraría desterrada, había abandonado la manada para salvarle. Senia le miró fijamente, muy seria, y le contestó lo mismo que tantas veces le había contestado, invitándole a que esta vez, por fin, sí le creyera. Nunca por nada, le abandonaría y siempre, a pesar de todo, estaría a su lado.
Ezan, lentamente, se incorporó. Apoyó su cabeza en el lomo de Senia, en señal de arrepentimiento. Le pidió perdón y le agradeció todo lo que había hecho por él, y le aseguró que jamás le volvería a decepcionar. Ella le miró a los ojos, y supo que aquél de quien se había enamorado, había vuelto. Ezan caminó hasta su roca y divisó el horizonte, divisó su futuro lejos de aquel lugar, siempre junto a Senia. Se acordó de Yago, su primo y aquél que justamente le había derrotado, y desde lejos, le otorgó su bendición como el gran jefe que uniría a todas las manadas de la colina.

Regresó al lugar donde se había quedado Senia esperándole, en silencio. Le acarició el lomo de nuevo con su cabeza, y le alentó a caminar, hacia el norte, buscando un nuevo futuro para ambos en el que confiarían el uno en el otro incondicionalmente, y sobre todo, donde Ezan recuperaría la confianza en sí mismo que un día, ya lejano y olvidado, perdió.