La luna brillaba triste aquella
noche. Borrosa, a través de los ojos de Ezan, se apiadaba de él. La miraba, con
miedo, melancólico, sabiendo que aquella podía ser la última noche en que,
desde la cima de aquella colina de roca granítica, la contemplase, mientras se
lamía las profundas heridas que le había provocado la lucha por el trono de la
manada.
Sabía que aquella noche era
fundamental. Si conseguía sobrevivir hasta que llegase el alba, significaría
que su hora aún no había llegado.
Cada vez la luna se iba tornando
más borrosa a ojos de Ezan. Sus heridas eran muy graves. Casi no podía caminar
sin tropezar y caer a cada pocos pasos. Había perdido a su manada . Sin embargo,
lo que más le importaba, la había perdido a ella.
Ezan era el primogénito del jefe
de la manada. Al cumplir los 5 años, debía medirse en un duelo a muerte con
aquél que le retase, para suceder a su padre de una manera justa, con el fin de
demostrar a todos los miembros de la manada que era el elegido, en quien
podrían confiar su futuro.
Yago fue quien le retó, su primo.
Habían crecido juntos, jugando, riendo y aprendiendo, hasta que un año atrás,
su amistad inquebrantable se resquebrajó por culpa de Senia, de pelo mestizo y
profundos ojos grisáceos, de la cual ambos quedaron prendados.
Senia se enamoró de Ezan. De
verdad le quería, no por su posición o su futuro como jefe de la manada. De
verdad se veía junto a él el resto de sus vidas, sin importar lo que pasara.
Ezan nunca llegó a confiar en que ello fuera verdad. Se sentía en plenitud de
poder y victorioso por haber conseguido su amor, y por verse en escasos meses
como jefe de la tribu. No tenía duda alguna acerca de su victoria en el duelo,
si es que algún otro lobo tuviese el valor de retarlo. Sin embargo, por mucho
que Senia se lo repitiese, no llegaba a confiar en ella. Esto fue su perdición.
Comenzó a comportarse como un
tirano. Aun sin haber llegado el día en que tomase el relevo de su padre, sus
aires de superioridad contaminaron a toda la manada. Nadie en ella podía
reconocer en aquel lobo negro con la media luna blanca en el pecho, el cachorro
que hace ya mucho tiempo soñaba con ser el jefe de todas las manadas de la
colina, el que evitaría la lucha de clanes entre ellas.
A pocos días del relevo generacional,
la desconfianza se había instaurado en la manada. Ninguno de sus miembros veía
a Ezan como el futuro jefe y éste lo sabía. Lejos de intentar cambiar, su actitud
y comportamiento empeoraron. Se enfrentó en varias ocasiones con aquellos que
abiertamente se oponían a él. Muchos de ellos habían pedido encarecidamente a
Yago, el primo de Ezan, que le retase en duelo a muerte para obtener el trono
de la roca. La manada entera confiaba en él, en aquél que había crecido a la
sombra de Ezan y que había seguido el camino que ambos se marcaron cuando eran
cachorros.
La única que continuaba a su
lado, incondicionalmente, como tantas veces le había prometido, era Senia. A
pesar de todo, sabía que Ezan no era así, que en algún momento volvería a
encontrar la senda que hacía tiempo había perdido.
La noche antes del duelo, Ezan no
pudo dormir. El miedo a morir le atormentaba. Senia trataba sin éxito de
calmarlo. Caminaron bajo las estrellas hasta el punto más alto de la colina,
hasta su roca. No se veía la luna, cubierta por un manto de nubes bajas. Senia
le miró, triste al comprobar cómo el miedo emanaba de los ojos de Ezan. Éste,
lejos de reconocerlo, le volvió a recriminar que jamás podría llegar a confiar
en ella y que no entendía por qué estaba allí, con él, si como todos los demás,
debería odiarle. Senia, con lágrimas en los ojos, le contestó lo que siempre le
había dicho: estaría incondicionalmente a su lado, pasase lo que pasase, más
aún en los malos momentos como aquél en que se encontraban. Ezan se giró, dándole
la espalda. No podía mostrar debilidad. Miró al cielo y no pudo ver la luna.
Observó como la mancha de su pecho en forma de media luna, su seña de
identidad, se había deteriorado en el último año. En ese momento supo que al
día siguiente perdería.
Ezan no podía mantenerse
despierto. Cada vez sangraba más. No le importaba haber sido desterrado y haber
deshonrado a su padre y al resto de la manada. Sólo le importaba ella, la única
que se había mantenido a su lado. Sabía que había perdido la confianza en él
mismo y es lo que había provocado que se comportase de aquella manera, y que
hubiese tomado el camino de oscuridad y tiranía que había elegido, con el fin
de esconder sus propios miedos. Se recostó sobre sus patas delanteras. La luna
de su pecho estaba manchada de sangre. Miró al cielo, como tantas noches desde
su roca, y ahí estaba la luna, llena, brillante. Cerró los ojos y esperando su
hora, la imagen de Senia inundó su memoria. Le pidió perdón por todo y gritó a
la luna que la quería, antes de perder el conocimiento.
Al alba se despertó.
No sabía aún si estaba vivo o muerto. Alzó la vista y allí estaba ella, Senia.
Le había encontrado malherido, a punto de morir, y había pasado toda la noche
limpiando sus heridas, y humedeciendo su cuerpo para bajarle la fiebre. Ezan no
podía creerlo. A pesar de todo no le había abandonado y le había salvado la
vida. No pudo contener las lágrimas y
lloró desconsolado. Entre sollozos le volvió a preguntar por qué, por qué aun
sabiendo que se le consideraría desterrada, había abandonado la manada para
salvarle. Senia le miró fijamente, muy seria, y le contestó lo mismo que tantas
veces le había contestado, invitándole a que esta vez, por fin, sí le creyera.
Nunca por nada, le abandonaría y siempre, a pesar de todo, estaría a su lado.
Ezan,
lentamente, se incorporó. Apoyó su cabeza en el lomo de Senia, en señal de
arrepentimiento. Le pidió perdón y le agradeció todo lo que había hecho por él,
y le aseguró que jamás le volvería a decepcionar. Ella le miró a los ojos, y
supo que aquél de quien se había enamorado, había vuelto. Ezan caminó hasta su
roca y divisó el horizonte, divisó su futuro lejos de aquel lugar, siempre
junto a Senia. Se acordó de Yago, su primo y aquél que justamente le había
derrotado, y desde lejos, le otorgó su bendición como el gran jefe que uniría a
todas las manadas de la colina.
Regresó al
lugar donde se había quedado Senia esperándole, en silencio. Le acarició el
lomo de nuevo con su cabeza, y le alentó a caminar, hacia el norte, buscando un
nuevo futuro para ambos en el que confiarían el uno en el otro
incondicionalmente, y sobre todo, donde Ezan recuperaría la confianza en sí
mismo que un día, ya lejano y olvidado, perdió.
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