sábado, 13 de junio de 2020

7 Vidas


Thomas se deja caer en el sofá chaise longue de su ático en el corazón de Scheunenviertel, más conocido como Barrio Judío de Berlín. Un día más frente a sus tres pantallas, programando en Java, el único lenguaje que utiliza desde hace ya más de noventa días, de nueve a nueve, ininterrumpidamente. Hoy termina cerca de las once, tras cumplir el deadline obligado de entrega del nuevo proyecto. El silencio reina en los cincuenta metros cuadrados que le rodean. Se entregó a su trabajo en cuerpo y alma, sobre todo en alma, desde aquel día dos. Otras dos Paulaner para cenar, costumbre que le acompaña desde hace semanas, y deja de pensar, de procesar, en Java. Piensa, recuerda sus noches de ronda, de Daiquiris de fresa y calor en la arena, en el Passeig Marítim de la Barceloneta. Fueron menos de tres meses, pero tan intensos y salvajes, que aún escuecen y atormentan, en soledad. 

Oriol observa la televisión sin prestar atención, absorto en sus pensamientos. Los gemelos duermen en su cuna y Sandra aprovecha para corregir todos los exámenes que pueda antes de que el sueño nuble su vista y su buen criterio. Aprovechando el espacio publicitario, sale a su pequeño balcón y se deja engatusar por el encanto de Las Ramblas al caer la noche. Calada tras calada de su Chester se observa a sí mismo, siendo fiel a su persona durante tres meses. Una estancia por trabajo, cerca de Atlanta, negociando la adquisición de la nueva filial de la empresa, lo que les permitiría su expansión por el nuevo continente. Sandra no preguntó, le apoyó, y contó los días hasta su regreso. Su baja fue aprobada gracias a unos cuantos favores debidos. El resto, un Air B&B cutre y destartalado frente a La Barceloneta, incontables litros de alcohol y madrugadas de pasión salada y pegajosa sin remordimientos. Un simple y apresurado adiós. Una vuelta a la normalidad de una familia de bien, y dos corazones alicatados, uno roto y el otro helado. Oriol apaga la colilla mientras rememora su verdadera experiencia en Estados Unidos, años atrás, a pocas millas de Los Ángeles.

Hayley apura su sándwich, hoy de crema de cacahuete y mermelada de frambuesa, su favorito. Diez minutos para su ponencia. Repasa mentalmente el guion. Una hora y tres minutos exactos para introducir a los nuevos alumnos de Accounting de la Universidad de Riverside, UCR, en el mundo de las fusiones y adquisiciones de empresas. Fue el tema que eligió para su doctorado. Dos años de arduo trabajo, noches en vela, Red Bull sin azúcar y cápsulas de Nespresso a partes iguales. Cientos de horas frente a la pantalla de su Mac y un compañero de viaje inesperado, catalán de nacimiento y Californiano de adopción. Él se decantó por las valoraciones de empresas como base de su PHD. Una competencia sana, una convivencia saludable y una amistad inquebrantable. Hayley, mientras saca un capuccino de la máquina vending, recuerda aquel día en que decidieron de mutuo acuerdo tomarse una noche sabática. Alcohol y confesiones. Ella desinhibida, le insinuó sus encantos mientras él, le abrió su corazón en lugar de hacer lo propio con sus piernas. Sonríe mientras se acomoda en la butaca frente a la audiencia expectante. Dos veces había tropezado buscando el amor en la acera equivocada. Regresa mentalmente a sus noches bohemias perdida en Trastevere con un sentimiento encontrado de felicidad y melancolía.

Fabio sale del portal, conecta su pulsómetro y comienza a correr. Es noche cerrada en Roma. La Fontana di Trevi, iluminada y vacía, le recuerda la cantidad de monedas que arrojó a ella buscando sus sueños. Él ya volvió a su ciudad natal más de tres veces, a cada cuál más perdido y desgarrado. Quince minutos después cruza Piazza Venecia, a buen ritmo, sin mirar atrás. Se había resignado hace años a no volver a saltar al vacío, sin red, sin más equipaje que una historia de amor por escribir que la mayoría de ocasiones resultaba en papel mojado. Más agotado de lo habitual, deja atrás el Campidoglio y atraviesa la Isla Tiberina. Exhausto, se frena frente al Balcón de Trastevere, trattoria en la que horneó pizzas la mayor parte de su juventud. Ella californiana, él de Río de Janeiro. Ella con la maleta repleta de fantasía, él, con cuerpo y alma cubiertos de cicatrices. Ambos se enamoraron de su perfil afilado y varonil, sus ojos grisáceos y su barba de tres días. Exprimieron su aventura a tres, abrazando placeres prohibidos, regodeándose en la lujuria y experimentando con el dolor. Fabio decide volver, desandando el camino, tras unos minutos sumido en sus recuerdos. Le siguió a Faro, y le hubiese seguido a cualquier lugar. Ella no. Le quería en exclusividad, y fue su perdición. Al pasar de nuevo por delante de la Fontana di Trevi, se detiene. No queda nadie, ni turistas ni locales, admirando el símbolo romano por excelencia. Fabio busca nervioso en su cartera. Desdobla la última instantánea de ambos, sonrientes en su “cala perdida” de la Albufeira, desgastada por el paso del tiempo. Un último vistazo y decide que el agua que mana de la estatua de Océano se la lleve, como se llevó sus sueños con cada moneda  que lanzó  y terminó desapareciendo entre tantas otras en el fondo de la fuente.

Tiago se ajusta el nudo de su corbata, fina y negra, como cada viernes por la noche. Vaqueros y camisa ceñida, chaleco y botas de punta, todo del mismo color. Sus ojos ceniza se habían hundido con el paso del tiempo así como sus facciones se habían endurecido aún más si cabe. Un último retoque de cera en el cabello y aceite en la barba, y abandona su apartamento de Luz, en dirección a Portimao. Se aproxima la temporada alta. Los turistas extranjeros, en su mayoría británicos, comienzan a poblar el Algarve Portugués, en busca de sol, alcohol barato, y desenfreno sin toque de queda. No se adaptan a cada ciudad que “invaden”, sino todo lo contrario, la economía manda. Tiago llega a una de las discotecas más famosas de todo el sur de Portugal, en la que trabaja como jefe de seguridad desde hace más de diez años. Desde aquel día en que dos veinteañeros extranjeros, atractivos, fuertes y bien plantados, dispuestos a devorar el mundo, juraron con determinación no moverse de la puerta de entrada del Club hasta conseguir ser empleados del mismo. El ambiente está tranquilo. Pasan únicamente diez minutos de la medianoche, y el aluvión de turistas ebrios aún no ha hecho acto de presencia. Fabio sube a su despacho y se recuesta en el sofá cama donde más de una vez le despertó el sol del mediodía. Observa el tatuaje de su bíceps izquierdo, el símbolo de su grupo de Capoeira, la familia que él eligió huyendo de la de sangre. En su seno descubrió la vida sin vestir una armadura de miedo, odio y opresión. Se propone, al concluir el verano, volver a disfrutar de unos días en Mánchester, entre jogos y piruetas al son de música de berimbau.

Krish golpea su nuevo saco de boxeo, un anhelo propio tras una vida dedicada a su familia. El barrio de Hulme duerme, desde hace ya unas horas. Fueron semanas vagando sin rumbo, desconectado de sí mismo, abusando del alcohol y las noches en vela. Gancho, guardia de izquierdas, directo, y la carga pesa menos. El saco lo aguanta todo, el dolor físico pero especialmente el que no se ve. La vida ha girado y a Krish le ha costado rehacerse. Un punto de inflexión alrededor de la mesa del salón, en familia, por más de ocho horas. Derecha, derecha, juego de piernas, guardia, y abrazo al saco. El presente cobra más importancia. El dolor del pasado se disipa a cada golpe. La incertidumbre del futuro se deshace en el ahora. Media hora más grabando el vídeo de Capoeira para sus alumnos de la plataforma digital para la que colabora. Krish se seca el sudor. Ha sido un buen entrenamiento y una bonita forma de evasión. “Guerreros de Fé “, su único tatuaje por el momento. Se mira en el espejo, por fin vuelve a sentirse un guerrero, dispuesto a luchar por sí mismo, en Mánchester o en cualquier lugar en el que se marque su pisada. Esta noche le apetecen “tapas” para cenar, se lo tiene merecido tras una semana entera de “vida sana” y duro entrenamiento. Mientras realiza el pedido a domicilio a “La Bandera”, rememora el viaje a su España casi natal, un año atrás. Vuelta a los orígenes, caminando por las ciudades de su infancia y juventud, para rematarlo con una noche de “tapeo” por Madrid, plagada de reencuentros, en el Barrio de la Latina.

Emilio escribe, desde la habitación de invitados. Un paso por el baño y se encuentra observando a través del ventanal del salón. Malasaña, el Hotel Riu, la Casa de Campo en el horizonte, un cielo plagado de estrellas. Continúa escribiendo estas líneas, en las que mezcla realidad y ficción con toques de literatura barroca. Recorre lugares que conoce y que de alguna manera marcaron su camino. Evoca vidas, historias, momentos, que bien podrían haber tenido cabida el cajón de su imaginación. Un vuelo desde Mánchester le devolvió a Madrid, hará pronto un año desde aquello. En un momento de recaída, busca en su mesilla, sin éxito, los diez miligramos de Diazepan que le acompañaron durante tantas noches. Respira y relee las siete diferentes vidas, reales o imaginarias, plasmadas en Calibri doce, procedentes del interior de su corazón. Emilio ya no miente en vida, aunque lo haga en sus escritos. Ya no finge ni esconde quién fue, ni menos, quién es. Thomas, Oriol, Hayley, Fabio, Tiago, Krish, son personajes, reales o ficticios, que nacieron en la habitación de invitados de un apartamento de Tribunal. Pero, ¿quién es Emilio?

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