Alina se despertó, y era dos mil veinte. Como cada mañana echó el pie derecho primero, introduciéndolo en su zapatilla de estar en casa, derecha, perfectamente colocada y alineada a veinte centímetros exactos del borde de la cama. Se lavó la cara. Siete veces llenó sus manos de agua helada, y siete veces la arrojó cuidadosamente sobre su rostro, aún adormilado. Sentía como a cada golpe de gélida y húmeda realidad, su imagen se reflejaba en el espejo cada vez más borrosa y difusa, más irreal.
Una lágrima de leche cortando el café, siempre de Colombia, donde vivió y fue feliz, durante más de seis años. Sin azúcar ni sacarina, para no alterar su aroma. Comprobó su móvil mientras bebía el café a pequeños sorbos. Tres wasaps míos, felicitándole el año y recordándole la dirección del restaurante donde degustaríamos el “Brunch” de año nuevo. Dos wasaps de vuelta. “Ok”. “Feliz año”. Así era ella.
Aún quedaban dos horas para la una. Aprovechó que la mañana amaneció soleada para realizar su sesión diaria de yoga en la terraza. Necesidad, según ella, para conseguir sobrellevar todo aquello que le provocaba una angustia y ansiedad constantes. Para buscar, en su vida diaria, ese orden y concierto que tanto anhelaba. Cuarenta y tres minutos exactos. Enemiga ferviente de los números redondos, los cuartos y las medias. Una ducha rápida. La raya del ojo negra, muy perfilada. Parpados cuidadamente oscurecidos y labios color caoba. El contraste de todo ello con su piel pálida, casi reluciente, y su pelo negro, liso y fino a la altura de los hombros, le otorgaba un aire enigmático, entre gótico y pin-up, el cual potenciaba y en ocasiones hasta radicalizaba.
Entró en el restaurante sin saludar a los dos camareros que se esforzaban por recibir a la clientela conforme a los estándares de alta cocina de los que hacía gala el local, especialmente a través de sus redes sociales. Se dirigió hacia la mesa en la que yo ya me encontraba desde hacía unos minutos, sin apartar la mirada de la réplica de “La Noche Estrellada” de Van Gogh que vestía la pared a mis espaldas. Tomó asiento con elegancia, sin importarle descubrir su muslo tonificado casi en su totalidad, permitiendo que su falda de cuero negro ascendiese por su pierna hasta casi el límite de su ropa interior.
“Siento llegar tarde”. La una y tres minutos, como pude comprobar en mi reloj. Sabía que no se perdonaría su falta de puntualidad, aunque hubieran sido únicamente escasos segundos. Desdobló la servilleta cuidadosamente, y volvió a doblarla, con esmero, haciendo coincidir cada esquina a la perfección. Alineó con delicadeza los cubiertos, de fuera hacia adentro, evitando que las yemas de sus dedos los rozasen más de lo necesario. Giró tres veces su copa de vino, siempre hacía la derecha, mientras comprobaba escrupulosamente si existía cualquier indicio de suciedad en la misma.
Hubo un tiempo en que cada uno de sus rituales provocaba en mí una ferviente sensación de ternura. Un tiempo en que su conducta maniática me sacaba una sonrisa fácil y sincera. Un tiempo en que el amor cegaba un problema latente con el que me di de bruces al deshacerse esa pasión inicial, tan desbordante como efímera, y permanecer únicamente un cariño fraternal.
No quedaba más que cariño, por ambas partes. Ni rastro de esas miradas iniciales que nos regalábamos gratuitamente, sin pedir nada a cambio. Ni rastro de aquella joven que acudió a la presentación de mi anterior libro y sin rodeos me culpabilizó por lo intrascendente de mi nueva novela. Había leído mis cuatro publicaciones anteriores y sin dudarlo, me asestó aquel golpe en forma de crítica, refiriéndose al libro que le estaba firmando como un “anodino escrito de principiante, plano y sin alegría”.
Alegría, ilusión, ganas y felicidad. Creí haber encontrado todas ellas en la persona de Alina, a pesar de su humor hiriente, léxico afilado y ese toque místico que tan poco iba conmigo. Intenté sin éxito explicarle que aun a sabiendas de que no era mi mejor escrito, había tratado de reflexionar sobre el motivo por el que un hombre perdido, plagado de miedos y temores, dependiente de ansiolíticos para sobrevivir, una vez tocado fondo y al borde del suicidio, decide desarrollar su vocación de escritor hasta llegar a lo más alto.
“Un cliché de muy mal gusto”.
Le convencí para cenar, unos días después de la firma de mi libro, el cual había sido recibido con entusiasmo y buenas críticas por parte de la comunidad literaria. La excusa de que diez minutos ( lo que duró nuestra conversación mientras le dedicaba unas palabras en las primeras páginas), resultarían insuficientes para profundizar sobre la realidad y origen de la historia que me había galardonado con varios premios nacionales, pareció derribar esa primera barrera de prejuicios y reproches, y aceptó mi invitación.
Mi restaurante francés de las primeras citas, testigo de decenas de comienzos, de despegues, de vuelos sin motor hacia un destino que únicamente el tiempo conocía. Nos encontramos en la puerta, cinco minutos antes de la hora pactada, las nueve en punto. Mi blazer ceñida desentonaba con su corpiño, negro, con tonos rosados. Mi barba perfilada y pelo recién cortado, hacían lo mismo con su exceso de sombra de ojos, colorete y pintalabios de color magenta.
Dos polos opuestos, sentados a la mesa, degustando un menú repleto de una extensa variedad de quesos franceses y foie, jarrete de ternera al vino y pato ligeramente marcado acompañado con camembert y espuma de frambuesa. Disfruté observando cada uno de sus rituales obsesivos. Contemplando como trinchaba el pato con la precisión de un cirujano y como a cada bocado, además de la comisura de sus labios, limpiaba con cuidado los cubiertos que utilizaba.
Seis años a caballo entre Barranquilla y Santa Marta, Colombia, trabajando en un proyecto de ingeniería. Según ella, los mejores de su vida. Más de diez años recorriendo Latinoamérica presentando cada uno de mis cuatro libros, respondiendo preguntas intrascendentes y explicando de manera liviana y sucinta, y a veces, incierta y categórica, cada uno de sus argumentos. Quizá, los años más tristes de mi vida. Olvidándome de quien soy yo para enaltecer a mis personajes. Dejando de lado mi vida para hablar de vidas que yo mismo había fabricado, para quizá, olvidar la mía propia. Enfrentándome cada día a decenas de desconocidos sedientos de momentos de desasosiego en los que me desmoronaba desgranando el triste calvario de los protagonistas de mis relatos.
“¿ Tienen algo de ti, algún tinte autobiográfico?”. “No, en cada uno de ellos habito yo al cien por cien, desde el desarrollo del personaje hasta su culmen final”
Me miraba sin casi pestañear, fijamente, manteniendo el rictus contraído. No conseguía descifrar su mirada, sus helados ojos verde oliva, en los que al tratar de profundizar, únicamente encontraba mi reflejo. Me escuchaba atenta mientras yo desmenuzaba cada fragmento de mi último libro, desnudaba a cada personaje, y desvelaba secretos ocultos al lector que no tiene el don o habilidad de leer entre líneas.
Más de dos años habían transcurrido desde esa primera velada. Aun sin haber convivido juntos, sí solíamos vernos con asiduidad. Frecuentamos lugares variopintos, desde restaurantes elegantes y refinados, exposiciones de arte y obras de teatro clásicas, hasta salas de conciertos donde grupos indie desconocidos daban sus primeros pasos. En esa intensa búsqueda de un lugar en el que ambos encajásemos, descubrimos sin querer una peculiar cafetería situada en el corazón del madrileño barrio de Malasaña.
Combinaba a la perfección ese ambiente oscuro y sombrío tan clásico de las tascas ochenteras, con pequeñas y apelotonadas mesas y bancos de madera, aderezado con toques de excentricidad, como bicicletas antiguas adornando cada una de sus paredes. La Bicicleta, nuestro punto de encuentro por excelencia. Las conversaciones sin fin, plagadas de risas y anécdotas, de vivencias pasadas y planes de futuro, derivaron en silencios incómodos y miradas furtivas a nuestros Iphones, cada vez más frecuentes. Nos convertimos sin querer en dos desconocidos, incapaces de sostenernos las miradas. Todo ello en menos de dos años.
Por inercia, por rutina o por conformismo, o quizá por miedo a la soledad, por parte de ambos, el año entrante nos recibió como pareja, sentados a la mesa de aquel restaurante de semi lujo, y degustando un menú de más de sesenta euros el cubierto. Por razones familiares y laborales, llevábamos más de dos semanas sin vernos, y más de un mes sin pasar una noche juntos. Ya hacía tiempo que habíamos cejado en nuestro empeño por avivar esa llama inicial. Por recuperar esa pasión que alimentaba noches de sexo espontáneo, en cualquier lugar y de cualquier manera, sin más límites que los marcados por el placer que emanaba de aquellos encuentros.
El sexo programado, jueves y sábados, dio paso al sexo por obligación. Y éste a su vez se fue diluyendo hasta convertirse en algo tan esporádico como infrecuente. Ya no nos forzábamos a amarnos, ni fingíamos, ni buscábamos excusas, ni nos buscábamos.
Compartimos una cheesecake, nuestro postre predilecto, atropelladamente y sin disfrutar de su sabor. Como no disfrutamos de aquella comida. Como llevábamos sin disfrutarnos mucho más tiempo del que nos merecíamos. Aquellas dos horas del uno de enero no hicieron más que poner en evidencia la distancia insalvable que habíamos ido trazando entre ambos, avivada por la paulatina pérdida de comunicación, cariño y sobre todo, amor, que no pudimos, o no quisimos, detener a tiempo.
Ciento cincuenta y cuatro euros a cargo de la Empresa de Alina, una gran multinacional del sector electromecánico. Ni cien palabras fluyeron durante aquella velada. Era imposible saber quién de los dos se encontraba en ese momento más lejos de aquel lugar, de aquel restaurante que tiempo atrás hubiese hecho las delicias de aquella pareja amante de la gastronomía y las conversaciones sin límites, que no dudaban en eternizarse.
Alina recogió su bolso, y tras perfilarse los labios y colocar cuidadosamente la silla, se despidió, rozando tan sutil como fríamente su mano con la mía. Me escribiría al llegar, uno de sus wasaps tan parcos en palabras como en sentimientos. En unas horas tomaría un vuelo que le mantendría fuera de Madrid cerca de un mes, en el que viajaría por las cuatro delegaciones que su empresa poseía en Latinoamérica. La vi alejarse por la puerta, sin mirar atrás. Ya habíamos dejado de culparnos y de disculparnos. Ni culpa ni perdón, ni alegrías ni enfados, sólo mensajes de consuelo y supervivencia.
Pocos minutos más tarde, abandoné el local, cargando mi portátil, como había tomado por costumbre desde que días atrás había recibido un email de mi editor en el que me aconsejaba no continuar posponiendo el comienzo de mi nueva novela. En mi contrato con la editorial me había comprometido concluir un nuevo libro a mediados del año en curso.
Más de dos años desde mi anterior publicación. Más de dos años sin enfrentarme a la pantalla de mi ordenador. Más de dos años repitiéndome cada día que no debía haber aceptado continuar escribiendo, pese al notable éxito, tanto de crítica como económico, que había ido adquiriendo durante mi carrera como escritor. Detestaba implicarme tanto en cada uno de mis escritos, involucrarme de sobremanera en el desarrollo de cada uno de de mis personajes, hasta tal punto de hacerme partícipe de sus vivencias, de sus gozos y sus angustias, de sus logros y sus decepciones, de su vida y de su muerte.
En palabras de mi psicólogo, al que comencé a ir al término de mi primer libro, y no he dejado de visitar regularmente, necesitaba, por salud mental, dejar de escribir, al menos de la manera en la que lo hacía. Tras probar muchos métodos, ofrecerme un sin fin de herramientas para que mi escritura no se llevase consigo toda mi entereza, y fracasar en cada uno de mis intentos por que así fuese, terminó por aconsejarme el abandono de mi vocación, y hasta ahora, de mi profesión.
Caminé, permitiéndome desorientarme entre los recovecos del barrio de Malasaña. Siempre evitaba las avenidas principales, colapsadas de transeúntes con prisa, personas con origen y destino previamente fijados que no disfrutaban del mero hecho de caminar, que siempre llegaban tarde a donde quiera que les esperasen. Prefería pasear por las calles estrechas y callejones de dicho barrio madrileño, actualmente remodelado y repleto de tiendas, establecimientos, restaurantes y bares de copas, de lo más peculiares y que poseían un encanto especial.
Casi sin querer, o gracias a una casualidad buscada, me encontraba frente a la puerta de nuestra cafetería, de la Bicicleta. Pedí un expreso doble, y bajé las escaleras con el férreo deseo de que el sofá en el que habíamos compartido tantas tardes, tantos cafés cortados y tés chai, estuviese libre.
Tomé asiento en la esquina del sofá de siempre. Conecté el portátil al último enchufe cercano. Un adolescente al que el acné de la pubertad aún no le había abandonado, no perdonaba su partida diaria al Counter Strike, a pesar de ser año nuevo, exaltándose con facilidad cada vez que le alcanzaba una bala a su yo virtual.
Abrí una nueva hoja de Word. Mis manos temblaban y mi corazón palpitaba inquieto. Tenía la certeza de que éste sería mi último libro, quizá el más personal y doloroso de los seis. Aún no había pensado cómo titularlo, pero conocía de sobra a los protagonistas. Respiré profundamente y me prometí no volver abrir nunca más una nueva hoja de texto, mientras mis dedos se colocaban temerosos sobre el teclado de mi Mac:
“Alina se despertó, y era dos mil veinte. Mientras se desperezaba, giró sobre si misma hasta toparse con mi espalda. Se acurrucó junto a mí pasando su brazo sobre mi cuerpo, abrazando mi pecho desnudo. Acercó lentamente sus labios hasta que rozaron el límite entre mi cuello y mi nuca, provocándome un escalofrío de placer, y me susurró un te quiero al oído. Sonreí sin abrir los ojos. Ella continuó en la misma postura, y no tardó en volver a quedarse dormida, respirando dulce y acompasadamente sobre mi nuca. Miré el reloj. Las nueve de la mañana. Aún restaban cuatro horas para el brunch que había reservado para celebrar juntos la entrada del año. Volví a cerrar los ojos, tomé la mano de Alina sin despertarla y la apreté y atrapé contra mi pecho. No sabía si volvería a dormirme, pero me daba igual, no podría imaginar comenzar de mejor manera el nuevo año…”