viernes, 17 de octubre de 2025

Adiós, Amigo

 

Hola, amigo, ¿cómo estás? ¿qué tal allí en el espacio? Por aquí abajo seguimos descolocados y algo rotos, pero quizá es parte del camino que cada uno de nosotros tenemos que transitar.

Finalmente me he decidido, y aquí me tienes, recuperando lo que antaño fue mi refugio. Volviendo a escribir.

Quería contarte que me cuesta reconocerme cada mañana al ver mi imagen en el espejo. Ya no son las incipientes ojeras, ni el pelo cada vez más canoso (gracias por la genética), sino la mirada triste que me acompaña desde el pasado diciembre, y que se agudizó de sobremanera al terminar agosto. Como me dijo un buen amigo (en inglés) “ya no ríes desde dentro, y eso se nota”.

Sin embargo, no pierdo ese humor que me caracteriza y, aunque sea a través de mi coraza, intento que no desaparezca. Nunca cobró tanto sentido la frase de uno de esos grupos musicales que tanto me gustan, y que me quiero tatuar, (¡sí, otro tatuaje!), “haciendo bromas como mecanismo cuando nos asomemos al abismo”. ¡Seguro que te hubiese gustado!

Ahora los días me parecen más largos. Llevo sin trabajar casi un mes (la nieta feliz de tenerme en casa) durmiendo con trazodona, y despertándome como en otra dimensión, quizá aun más perdido si cabe. No te preocupes, es temporal, y ya estoy convencido de que pronto no será necesaria ninguna ayuda para que pueda conciliar el sueño.

Las noches aún duelen, no te voy a engañar. Mientras otras duermen yo miro a la nada, a la oscuridad infinita, quizá buscándote. Me hubiese gustado que me esperaras, pero entiendo que necesitabas irte y, aunque me ha costado (conversaciones semanales de más del tiempo estipulado), ya no te lo reprocho.

Te podrás imaginar que me puse en manos de una profesional, y no puedo estar más agradecido por ello (un guiño a los que velan por la salud mental). Me ayudó a buscarte no solo durante este verano, sino a buscarnos durante treinta y ocho años.

Y ahí estábamos los dos, yendo en bicicleta al parque de los patos para jugar al fútbol y acabar rendidos; echando partidas interminables de palas en cualquier playa del litoral español; tú invitándome a copas en las fiestas del pueblo, sin ser yo todavía mayor de edad; cabreándonos y des cabreándonos, para volvernos a cabrear, y arreglando nuestras desavenencias hablando de nuestro Atleti…

¿Sabes que me contaron la cantidad de gente que estuvo allí contigo, en tu despedida? Ella estaba abrumada con todo el cariño que te brindaron. No paraba de recibir buenas palabras, elogios y agradecimientos hacia ti, que seguro que de alguna u otra manera, te hizo saber. Yo llegué tarde, pero aún pude sentir la huella imborrable que dejaste, anclada en el Valle del Corneja.

Si me preguntas por ella, te diré que la veo bien, aunque como dicen, la procesión va por dentro. Pero no te preocupes, estamos juntos, nos ayudamos y nos apoyamos más que nunca. Sin embargo, cada uno lidia con sus demonios de la mejor manera que puede, y necesita su propio espacio para sanar.

¿Qué te parece? Al final he podido escribir unos párrafos, y hasta me siento aliviado. Dejo mi mente volar y me observo de nuevo sentado, apoyado en el árbol donde nos quedamos los dos a solas, en silencio. Allí me quebré amigo, entendí que tu viaje era sólo de ida, y que el dolor de tu ausencia iba a ser muy difícil de superar. Y lloré por primera vez desde aquel veintiuno de agosto, en Los Cabos, México.  Qué caprichosa es a veces la vida, ¿verdad?

Antes de despedirme, quería reflexionar sobre algo en lo que he pensado mucho en estas semanas de vida “ociosa”.

Durante este tiempo, en mis peores momentos (que no han sido pocos), siempre te he buscado, he necesitado que me salvaras una y otra vez. Y me he dado cuenta que no es casualidad, que lo llevo haciendo durante toda mi vida. Has sido siempre mi ancla, esa red de seguridad a la que lanzarme sin miedo caer al vacío. A pesar de mis locuras, de nuestras diferencias, del dolor y el daño que te pudiese causar, sabía que en ti tenía un brazo tendido al que aferrarme cuando todo se desmoronaba. Ahora, aunque no lo pueda agarrar, lo siento, muy adentro, y me reconforta para todo lo que se viene, que no es poco.

Ya sí que sí, finalizo aquí Amigo. Que te abras paso por el camino de estrellas, y que los Ángeles te cuiden bien.

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 25 de abril de 2021

Roku Gin - 34

 Una botella de “Mar de Frades” y otra de “Roku Gin”, para celebrar la edad de Cristo entre cuatro paredes, un marco sin cuadro y una piscina sin limpiar (¡ah! Y un confinamiento sin fecha de caducidad). Videollamadas y mensajes que alegraron el alma de un “Yo” rapado y demacrado, tan delgado que a mi armario le costaba reconocerme, y tan perdido entre lo que no se ve, que mis treinta y tres terminaron a las ocho de la tarde arrodillado ante mi retrete (las mezclas nunca fueron buenas, y menos aún, en soledad).

Doce meses después, ¿cómo decirlo?, como acertadamente alguien me escribió hacía ya tiempo atrás: “Emilio, le has puesto el “Boost” a tu vida”. Y nadie, jamás, lo ha podido expresar mejor.

Naufragué en un fondo tan oscuro y a la vez tan reconfortante, que me acomodé en su seno y dilapidé mi persona y personalidad hasta perderme de vista. Alternaba jornadas de llanto con publicaciones diarias (y escuetas de ropa) en Instagram, que dejaban entrever un atolladero de complejos, acumulados durante más de veinte años, a escasas lágrimas de ver la luz. Y no tardaron en verla. 

Busqué ayuda fuera, pero no me bastó con la impersonalidad de una pantalla de ordenador. Sin embargo, un consejo fuera de lugar, entre sesión y sesión antes de mi jornada laboral de “forecasts” y “cierres mensuales”, me devolvió a lo que antaño había sido mi vía de escape, mi forma de evasión forzosa: volví a escribir de mí. Un diario emocional. Diecisiete páginas sin filtro ni censura, de verdades y confesiones. Diecisiete páginas en las que el dolor de los primeros días dejaba paso al perdón, atravesado por un mar de dudas, por emociones dispares y, sobre todo, por miedo, mucho miedo. 

Veintisiete días después, la madrugada de un viernes a escasas horas de ser “libres” (entrábamos en “Fase 1” de desescalada), escribía las últimas líneas en tono de despedida, con lágrimas en los ojos y una punzada interminable rodeando mi pecho. Una vez releído, borré aquel diario emocional que me acompañó durante casi un mes de insomnio y Diazepan, y comencé a escribir una nueva página, esta vez, en mi Blog personal.

Describí a “Sam”, mi “Yo” más sincero y verdadero, y recordé “Siete vidas”, en las que lo real y lo imaginario se fundían como se habían fundido durante tantos años en la mía. Recorrí durante horas la noche de un Madrid de luces tenues y silencio ensordecedor, a través del ventanal de un apartamento de “Malasaña”. Y por fin, me reconcilié con ése al que tantas veces había odiado, mientras un bostezo de sueño reparador me recordaba que había olvidado (intencionalmente) los diez miligramos de Valium que custodiaron mi mesilla de noche durante tantos meses.

Dejé de esconderme, de evadir la sinceridad y de manipular mi propia realidad. Me resguardé al calor de los de siempre, haciéndoles partícipes de mi “Sam”, a pesar del temor al rechazo que pudiese provocar. Gané y perdí, como en todo proceso, pero abandoné el peso que me atormentó durante años y amenazaba con llegar a destruirme.

La nueva libertad que nos devolvió el verano, el aroma a mar, las brasas humeantes de cada una de las barbacoas en que celebramos la amistad (y el des confinamiento), el calor de las noches estivales en buena compañía…todo ello contribuyó a que poco a poco fuese olvidando las madrugadas de desvelo. 

En septiembre aceleré. Emprendí la aventura más difícil, y a la postre, más importante y enriquecedora de mi vida, persiguiendo unos ojos oscuros casi negros. Seis vuelos México-Madrid, a pesar de la situación, a pesar de la distancia, a pesar de todo y todos. Incontables noches de trabajo desde el otro lado del charco con la consecuente falta de sueño. Presión, ansiedad, miedo…todo ello girando a mil revoluciones, con el único objetivo de hallar el modo de comenzar nuestro camino juntos, sin más abrazos interminables de incertidumbre que llenaban de lágrimas cada despedida. 

Comprometido. Propietario. Casado. Por fin juntos. El “Boost” de mi vida alcanzó su máximo apogeo. Madrid nos esperaba. 

Dos meses y trece días después, finalmente me despido de mis treinta y tres, la edad de Cristo. Soy ateo, pero durante este año me crucifiqué, me descolgué, y volví a caminar.

Hace unas horas celebraba mi pre cumpleaños, este año en compañía, sin video llamadas de color de rojo ni alcohol en soledad. Ni rastro de aquel día, un año atrás, en el que un “Yo”, rapado y demacrado buscaba emborracharse cuanto antes para olvidar que cumplía años. Sólo una botella de “Roku Gin”…

 

sábado, 13 de junio de 2020

7 Vidas


Thomas se deja caer en el sofá chaise longue de su ático en el corazón de Scheunenviertel, más conocido como Barrio Judío de Berlín. Un día más frente a sus tres pantallas, programando en Java, el único lenguaje que utiliza desde hace ya más de noventa días, de nueve a nueve, ininterrumpidamente. Hoy termina cerca de las once, tras cumplir el deadline obligado de entrega del nuevo proyecto. El silencio reina en los cincuenta metros cuadrados que le rodean. Se entregó a su trabajo en cuerpo y alma, sobre todo en alma, desde aquel día dos. Otras dos Paulaner para cenar, costumbre que le acompaña desde hace semanas, y deja de pensar, de procesar, en Java. Piensa, recuerda sus noches de ronda, de Daiquiris de fresa y calor en la arena, en el Passeig Marítim de la Barceloneta. Fueron menos de tres meses, pero tan intensos y salvajes, que aún escuecen y atormentan, en soledad. 

Oriol observa la televisión sin prestar atención, absorto en sus pensamientos. Los gemelos duermen en su cuna y Sandra aprovecha para corregir todos los exámenes que pueda antes de que el sueño nuble su vista y su buen criterio. Aprovechando el espacio publicitario, sale a su pequeño balcón y se deja engatusar por el encanto de Las Ramblas al caer la noche. Calada tras calada de su Chester se observa a sí mismo, siendo fiel a su persona durante tres meses. Una estancia por trabajo, cerca de Atlanta, negociando la adquisición de la nueva filial de la empresa, lo que les permitiría su expansión por el nuevo continente. Sandra no preguntó, le apoyó, y contó los días hasta su regreso. Su baja fue aprobada gracias a unos cuantos favores debidos. El resto, un Air B&B cutre y destartalado frente a La Barceloneta, incontables litros de alcohol y madrugadas de pasión salada y pegajosa sin remordimientos. Un simple y apresurado adiós. Una vuelta a la normalidad de una familia de bien, y dos corazones alicatados, uno roto y el otro helado. Oriol apaga la colilla mientras rememora su verdadera experiencia en Estados Unidos, años atrás, a pocas millas de Los Ángeles.

Hayley apura su sándwich, hoy de crema de cacahuete y mermelada de frambuesa, su favorito. Diez minutos para su ponencia. Repasa mentalmente el guion. Una hora y tres minutos exactos para introducir a los nuevos alumnos de Accounting de la Universidad de Riverside, UCR, en el mundo de las fusiones y adquisiciones de empresas. Fue el tema que eligió para su doctorado. Dos años de arduo trabajo, noches en vela, Red Bull sin azúcar y cápsulas de Nespresso a partes iguales. Cientos de horas frente a la pantalla de su Mac y un compañero de viaje inesperado, catalán de nacimiento y Californiano de adopción. Él se decantó por las valoraciones de empresas como base de su PHD. Una competencia sana, una convivencia saludable y una amistad inquebrantable. Hayley, mientras saca un capuccino de la máquina vending, recuerda aquel día en que decidieron de mutuo acuerdo tomarse una noche sabática. Alcohol y confesiones. Ella desinhibida, le insinuó sus encantos mientras él, le abrió su corazón en lugar de hacer lo propio con sus piernas. Sonríe mientras se acomoda en la butaca frente a la audiencia expectante. Dos veces había tropezado buscando el amor en la acera equivocada. Regresa mentalmente a sus noches bohemias perdida en Trastevere con un sentimiento encontrado de felicidad y melancolía.

Fabio sale del portal, conecta su pulsómetro y comienza a correr. Es noche cerrada en Roma. La Fontana di Trevi, iluminada y vacía, le recuerda la cantidad de monedas que arrojó a ella buscando sus sueños. Él ya volvió a su ciudad natal más de tres veces, a cada cuál más perdido y desgarrado. Quince minutos después cruza Piazza Venecia, a buen ritmo, sin mirar atrás. Se había resignado hace años a no volver a saltar al vacío, sin red, sin más equipaje que una historia de amor por escribir que la mayoría de ocasiones resultaba en papel mojado. Más agotado de lo habitual, deja atrás el Campidoglio y atraviesa la Isla Tiberina. Exhausto, se frena frente al Balcón de Trastevere, trattoria en la que horneó pizzas la mayor parte de su juventud. Ella californiana, él de Río de Janeiro. Ella con la maleta repleta de fantasía, él, con cuerpo y alma cubiertos de cicatrices. Ambos se enamoraron de su perfil afilado y varonil, sus ojos grisáceos y su barba de tres días. Exprimieron su aventura a tres, abrazando placeres prohibidos, regodeándose en la lujuria y experimentando con el dolor. Fabio decide volver, desandando el camino, tras unos minutos sumido en sus recuerdos. Le siguió a Faro, y le hubiese seguido a cualquier lugar. Ella no. Le quería en exclusividad, y fue su perdición. Al pasar de nuevo por delante de la Fontana di Trevi, se detiene. No queda nadie, ni turistas ni locales, admirando el símbolo romano por excelencia. Fabio busca nervioso en su cartera. Desdobla la última instantánea de ambos, sonrientes en su “cala perdida” de la Albufeira, desgastada por el paso del tiempo. Un último vistazo y decide que el agua que mana de la estatua de Océano se la lleve, como se llevó sus sueños con cada moneda  que lanzó  y terminó desapareciendo entre tantas otras en el fondo de la fuente.

Tiago se ajusta el nudo de su corbata, fina y negra, como cada viernes por la noche. Vaqueros y camisa ceñida, chaleco y botas de punta, todo del mismo color. Sus ojos ceniza se habían hundido con el paso del tiempo así como sus facciones se habían endurecido aún más si cabe. Un último retoque de cera en el cabello y aceite en la barba, y abandona su apartamento de Luz, en dirección a Portimao. Se aproxima la temporada alta. Los turistas extranjeros, en su mayoría británicos, comienzan a poblar el Algarve Portugués, en busca de sol, alcohol barato, y desenfreno sin toque de queda. No se adaptan a cada ciudad que “invaden”, sino todo lo contrario, la economía manda. Tiago llega a una de las discotecas más famosas de todo el sur de Portugal, en la que trabaja como jefe de seguridad desde hace más de diez años. Desde aquel día en que dos veinteañeros extranjeros, atractivos, fuertes y bien plantados, dispuestos a devorar el mundo, juraron con determinación no moverse de la puerta de entrada del Club hasta conseguir ser empleados del mismo. El ambiente está tranquilo. Pasan únicamente diez minutos de la medianoche, y el aluvión de turistas ebrios aún no ha hecho acto de presencia. Fabio sube a su despacho y se recuesta en el sofá cama donde más de una vez le despertó el sol del mediodía. Observa el tatuaje de su bíceps izquierdo, el símbolo de su grupo de Capoeira, la familia que él eligió huyendo de la de sangre. En su seno descubrió la vida sin vestir una armadura de miedo, odio y opresión. Se propone, al concluir el verano, volver a disfrutar de unos días en Mánchester, entre jogos y piruetas al son de música de berimbau.

Krish golpea su nuevo saco de boxeo, un anhelo propio tras una vida dedicada a su familia. El barrio de Hulme duerme, desde hace ya unas horas. Fueron semanas vagando sin rumbo, desconectado de sí mismo, abusando del alcohol y las noches en vela. Gancho, guardia de izquierdas, directo, y la carga pesa menos. El saco lo aguanta todo, el dolor físico pero especialmente el que no se ve. La vida ha girado y a Krish le ha costado rehacerse. Un punto de inflexión alrededor de la mesa del salón, en familia, por más de ocho horas. Derecha, derecha, juego de piernas, guardia, y abrazo al saco. El presente cobra más importancia. El dolor del pasado se disipa a cada golpe. La incertidumbre del futuro se deshace en el ahora. Media hora más grabando el vídeo de Capoeira para sus alumnos de la plataforma digital para la que colabora. Krish se seca el sudor. Ha sido un buen entrenamiento y una bonita forma de evasión. “Guerreros de Fé “, su único tatuaje por el momento. Se mira en el espejo, por fin vuelve a sentirse un guerrero, dispuesto a luchar por sí mismo, en Mánchester o en cualquier lugar en el que se marque su pisada. Esta noche le apetecen “tapas” para cenar, se lo tiene merecido tras una semana entera de “vida sana” y duro entrenamiento. Mientras realiza el pedido a domicilio a “La Bandera”, rememora el viaje a su España casi natal, un año atrás. Vuelta a los orígenes, caminando por las ciudades de su infancia y juventud, para rematarlo con una noche de “tapeo” por Madrid, plagada de reencuentros, en el Barrio de la Latina.

Emilio escribe, desde la habitación de invitados. Un paso por el baño y se encuentra observando a través del ventanal del salón. Malasaña, el Hotel Riu, la Casa de Campo en el horizonte, un cielo plagado de estrellas. Continúa escribiendo estas líneas, en las que mezcla realidad y ficción con toques de literatura barroca. Recorre lugares que conoce y que de alguna manera marcaron su camino. Evoca vidas, historias, momentos, que bien podrían haber tenido cabida el cajón de su imaginación. Un vuelo desde Mánchester le devolvió a Madrid, hará pronto un año desde aquello. En un momento de recaída, busca en su mesilla, sin éxito, los diez miligramos de Diazepan que le acompañaron durante tantas noches. Respira y relee las siete diferentes vidas, reales o imaginarias, plasmadas en Calibri doce, procedentes del interior de su corazón. Emilio ya no miente en vida, aunque lo haga en sus escritos. Ya no finge ni esconde quién fue, ni menos, quién es. Thomas, Oriol, Hayley, Fabio, Tiago, Krish, son personajes, reales o ficticios, que nacieron en la habitación de invitados de un apartamento de Tribunal. Pero, ¿quién es Emilio?

viernes, 22 de mayo de 2020

¿Quién es Sam?


“ Nunca fue fácil ser Sam. Un chico normal, viviendo en un barrio normal de los suburbios de Londres, en el seno de una familia normal. Creció siendo hijo único, en soledad, lo que suplía manteniendo una relación estrecha y cercana con sus padres, especialmente con su madre.

Siendo adolescente, bajo su aparente fachada de chiquillo alegre y risueño, comenzaron a brotar sus primeros miedos e inseguridades. Nacieron sus primeros fantasmas.

Durante su juventud siempre fue un buen estudiante e hijo modélico, de los que no causan problemas. Ni guapo ni feo, de complexión más bien delgada, y un estilo aún por definir, así vagó Sam por sus años de “High School”. Sin embargo, siempre odió ser uno más, alguien a quien resultase fácil olvidar. Se imaginó constantemente como uno de esos jóvenes precoces, de los primeros en llegar a las primeras veces, amados y odiados a partes iguales. Se imaginó siendo alguien que no pasara inadvertido y dejase huella; siendo uno de los personajes de los muchos libros que leía, con una vida difícil, un pasado tormentoso, cuerpo de acero y corazón de cristal.

Y de tanto odiarse y de tanto imaginar, Sam comenzó a fundir sus sueños con la realidad. Entrada la mayoría de edad, cambió radicalmente su apariencia. Varios kilos de músculo, una imagen más cuidada y un estilo con más estilo, ayudaron a que tuviera un cierto parecido con esos a los que tanto admiraba y envidiaba. Cambió además de aires y de gente. Cambió de pasado.

Su imaginación desbordante y desbordada, y su buena memoria, permitieron que a ojos de su nuevo mundo, la adolescencia y juventud de Sam pareciesen sacadas de uno de los libros que tantas veces leyó y releyó. No escatimaba en detalle. Había creado en torno a sí un personaje, en el que la línea entre lo real y lo imaginario se volvía cada vez más difusa y peligrosa.

Un veinteañero atractivo, con un look cuidado, sonriente y carismático. De presente brillante y pasado plagado de historias que contar. Ni rastro de aquel niño que pasó de puntillas por su juventud, intentando disimular sus miedos y complejos, y espantar a sus fantasmas.

Comenzó a sentirse deseado, a atraer y cautivar. Fingía estar acostumbrado a ello. Su personaje así lo estaba. Tantas veces había aparentado ser un seductor, de léxico fácil y halagador, protagonista de un sin fin de historias de amor y odio, que no le resultó difícil continuar viviendo su propia ficción.

Casi sin darse cuenta, había tejido una red de mentiras y falsedades alrededor de su persona, que con el paso del tiempo  fue creciendo, tornándose más y más frondosa, hasta el punto de no permitirle discernir su propia realidad.
  
¿Quién es Sam?

Pasada la treintena, esa pregunta no dejó de martillear su mente, a diario. A menudo se mantenía parado frente al espejo, con la cara empapada, vislumbrando el día en que esa carga acumulada a través de los años, pudiese con él. El día en que se derribase ese castillo de falsas apariencias y él no hubiese tenido tiempo de apartarse. El día en que fuese incapaz de responder a esa pregunta.

Nadie conocía su verdad. Ni siquiera familiares y amigos cercanos. Ni siquiera la persona con la que compartía su vida desde hacía muchos años.

Sam huyó. Era su manera de escapar, de no afrontar, de no enfrentarse a sí mismo. Puso punto y aparte a su vida. La espiral de miedos, mentiras e inseguridades, débilmente escondida y disimulada tras su propio disfraz de mentiras e invenciones, estaba a punto de estallar en su interior. 

Deambuló, durante meses, sin sentido, sin sonreír. En su huida, dejó lo más importante por el camino. Se quebró en mil añicos. Se quemó por dentro y derramó tantas lágrimas que contabilizaba los días en función de si le sobrevenía el llanto o no. Sin embargo, pese al dolor, no abandonó su vida imaginaria. No renunció a aquél que soñó e idealizó y que ya llegó a interiorizar de tal manera que le costaba asumir su propia y verdadera identidad. A pesar del dolor, del daño emocional, continuó tejiendo esa red de sueños y falsa realidad, hasta que temió ahogarse con ella.

Hasta hoy. Sam había decidido ser él mismo. Dejó de lado la vergüenza, el miedo, y el qué dirán. Su intención era comenzar a vivir sin esa carga que a punto estuvo de acabar con él. Había perdido demasiado por no aceptarse tal y como le mostraba el espejo. 

Sam, casi treinta años después, siente que la vida pesa menos. Se lava la cara, siete veces. Observa su reflejo. Sus lágrimas se confunden con las gotas de agua que aún no se ha secado. Se pide perdón. A él no. A ese niño normal, criado en un barrio normal, en el seno de la mejor familia posible.

Sam, ese hombre normal, que a sus treinta y algunos, descubrió que nunca fue uno de los personajes que su imaginación desbordante y desbordada, le hizo creer que era”

Natalia leyó en silencio, tomándose su tiempo, mientras yo la miraba nervioso, escrutando cada uno de sus gestos e intentando adivinar el significado de los mismos.

Hacía varias semanas que no conversábamos. Me incitó a ser transparente y, en el momento en que estuviese preparado, volver a ella, para empezar de cero. Para afrontar mi realidad.

Tras unos segundos sosteniendo mi mirada, se levantó, y lentamente se acercó a mí, abrazándome con cuidado. 

“ Vas a estar bien, te lo prometo. Has dado el paso más importante”

Más de media hora conversando, sin un tema concreto qué tratar, intentando recordar alguno de los momentos en que sonreí por última vez. No quise ahondar en ello, pero tenía muy presente el instante en que dejé de ser feliz.

Tras despedirnos, emplazándonos a continuar con aquellas sesiones de “charla” semanal, como ella las denominaba, y mientras yo cruzaba la puerta para abandonar su pequeño despacho, Natalia me formuló la pregunta que durante la hora anterior había estado esperando:

“¿Quién es Sam?"

jueves, 16 de abril de 2020

Mi número DIEZ



Hoy no vas a llamar (video llamar). Me escribiste al WhatsApp contándome que no te apetecía hablar, que estabas cansado de escuchar siempre lo mismo, noche tras noche. Tu lucha interna continuaba, y nada de lo que dijésemos parecía ayudarte, hacer mella en ese remolino enrabietado de tristeza, sentimientos y emociones que se había apoderado de ti. No te había visto hacerlo, pero sé que llorabas a diario, en soledad.

Me acordé cuando llorabas, hace muchísimos años, al enterarte que te quitaban tu número DIEZ. Tu número de la suerte, tu emblema, tu signo. Ese número eras tú. Te acompañó siempre, te reflejaste en él, y buscaste personificar en ti mismo su significado. Buscaste siempre ser un diez. Y quizá el diez, terminó contigo.

Un inconformismo inusual, fuera de lo habitual. Fueron tantas y tantas veces las que removiste cielo y tierra hasta conseguir tu propósito, y tantas y tantas las veces que una vez logrado, perdió totalmente el sentido para ti. Y con los años se agravó. Tu inconformismo te llevó a no disfrutar, a no valorar, a no apreciar, a no ser feliz.

Y ya te lo decíamos, te vemos perdido. Y ahora nos lo sentencias de vuelta: me he perdido y soy incapaz de encontrarme. Y ya son varios meses en los que te veo apático, triste, sin rumbo y con tu cabeza, tu mente, quién sabe en qué lugar de tu pasado. Te ofrecí mi ayuda. Te aconsejé buscar esa ayuda fuera. Quizá sea momento de que alguien abra, seccione de raíz ese cajón de malos pensamientos y los deposite por ti en el contenedor del olvido. Quizá sea momento de que alguien te regale los instrumentos necesarios para que puedas volver a ser feliz.

Estos días atrás hablabas de felicidad desde tu tristeza. De tristeza y perdón. De perdón y arrepentimiento. De arrepentimiento y felicidad. Todo ello en soledad. Un bucle peligroso que giraba a la velocidad de la luz haciendo añicos tus entrañas. 

Ya no existía ese DIEZ. Se difuminó hasta desaparecer. Ya no te buscabas al otro lado del espejo, por miedo a encontrar a aquél a quien no querías ver. Unas semanas atrás bromeabas con el fondo, al que nunca llegarías, según tú. Creo, muy a mi pesar, que estás cerca de tocarlo. Quizá sea la solución, que abraces con fuerza ese fondo, lo entiendas, lo odies, y tomes impulso para abandonarlo. O quizá sea un riesgo demasiado alto el que puedas llegar a sentirte cómodo en tu fondo.

Hoy no llamarás, a justo diez días de tu cumpleaños. Habrás terminado de trabajar, leerás, y harás algo de deporte, a pesar de las molestias. Te insistimos en no martirizarte, en encontrarte, en recordar sin lamentar. Quizá camines por esa playa de la que tanto nos hablaste. Quizá vayas por enésima vez a ese restaurante que tanto te gustaba. Quizá te mire de nuevo esa sonrisa de siete meses que jamás olvidarás.

Probablemente recuerdes, desgarrado en tu interior, y seguro que derramas alguna que otra lágrima tumbado sobre tu esterilla  mientras intentas hacer tus ejercicios de rehabilitación.

Fuiste un DIEZ y el DIEZ te consumió. Ahora necesitas ser tú, sin un número al que agarrarte. Sólo aferrarte a ti, para ser feliz.

miércoles, 1 de abril de 2020

Mi Abril

Y casi sin quererlo, casi sin habernos dado cuenta, llegó Abril. Sin sus mil aguas, sin su afán por dejar atrás el gris invierno y sin sus ganas de regalarnos unos días de merecida desconexión.

Mi mes. Mi cuenta atrás. Treinta y tres llegarán, la edad de Cristo, bromearon algunos. Yo como buen ateo, no tenía ni idea de ello.

Nunca había vivido un abril semejante al que viviremos. Son ya tres semanas, y serán al menos otras tantas, conviviendo únicamente conmigo mismo, sin cruzar la puerta de mi portal más que para las necesidades más básicas de cualquier persona. Hacer la compra, tirar la basura, se han erigido como las únicas actividades socialmente aceptables. 

El mundo respira, descansa, mientras nosotros observamos desde la ventana ( desde el balcón, los más afortunados). Aplaudimos a las ocho, dando gracias a todos aquellos que luchan en primera línea, que arriesgan y que van a ganar, que nos van a hacer ganar. Observamos al vecino de al lado, le sonreímos y nos devuelve la sonrisa. La pareja del bloque de enfrente ha puesto música. “Resistiré”, es el nuevo himno que nos representa. Resistiremos, y libraremos nuestra propia batalla bajo nuestro techo y entre nuestras cuatro paredes. Ésa es sin duda, la que no nos podemos permitir perder.

El sábado nos tomaremos una copa haciendo video llamada. ¡Qué ganas de que llegue ya ese día!. Mientras tanto la semana transcurre entre teletrabajo, ejercicio (mucha gente, yo incluido, con más motivación aun sin salir del salón de mi casa), “Netflix”, y en mi caso, mucha lectura, y algún que otro párrafo de mi propia cosecha. Sin contar las llamadas y video llamadas inesperadas que van surgiendo, a horas intempestivas, y que ayudan, por un momento, a olvidar que hemos perdido algo que siempre habíamos dado por hecho, por regalado, y a lo que no habíamos prestado la suficiente atención: nuestra libertad.

Libertad para simplemente caminar, sin rumbo, sintiendo cada rayo de sol, cada brizna de aire. Libertad para abrazar y besar sin límite. Libertad para decirte, cara a cara, que esa soledad a la que empecé odiando ha terminado por agradarme.

Y te diré, con un año más, que acabaré echando de menos estas cuatro paredes. Que acabaré echando de menos todas estas cosas, tan vitales y trascendentes en esta situación, y que perderán importancia con el paso del tiempo. Echaré de menos ver y hablar, aunque sea virtualmente, con mis padres cada día. Contactar de nuevo con una amistad, apagada con el paso del tiempo, a la que nos une la misma sensación de soledad. Afianzar lazos con los de siempre, bromeando y riéndonos como nunca. Pero sobre todo, echaré de menos cada uno de esos momentos solo, conmigo, en los que únicamente encuentro paz y tranquilidad.

Y casi sin quererlo, sin darnos cuenta, se irá Abril. Mi mes. Entre estas cuatro paredes. Quién sabe si habremos salido de ésta, pero sin duda, estaremos cada día más cerca de ello. Y por favor, no nos abandonemos y olvidemos con facilidad. Recordemos lo perdido, hagamos por aprender y valoremos, de verdad, no a las ocho desde mi ventana o tu balcón, a aquellos que no temieron por su vida para salvar mía, o la tuya, desde la UCI o el supermercado, desde su camión o su coche patrulla.

Incluso en estos momentos, me despediré con una frase que ya utilicé un año atrás. Veintiséis días para el veintiséis. Como alguien me dijo una vez, todo lo bueno sucede en Abril.

martes, 17 de marzo de 2020

Alina


Alina se despertó, y era dos mil veinte. Como cada mañana echó el pie derecho primero, introduciéndolo en su zapatilla de estar en casa, derecha, perfectamente colocada y alineada a veinte centímetros exactos del borde de la cama. Se lavó la cara. Siete veces llenó sus manos de agua helada,  y siete veces la arrojó cuidadosamente sobre su rostro, aún adormilado. Sentía como a cada  golpe de gélida y húmeda realidad, su imagen se reflejaba en el espejo cada vez más borrosa y difusa,  más irreal. 

Una lágrima de leche cortando el café, siempre de Colombia, donde vivió y fue feliz, durante más de seis años. Sin azúcar ni sacarina, para no alterar su aroma. Comprobó su móvil mientras bebía el café a pequeños sorbos. Tres wasaps míos, felicitándole el año y recordándole la dirección del restaurante donde degustaríamos el “Brunch” de año nuevo. Dos wasaps de vuelta. “Ok”. “Feliz año”. Así era ella.

Aún quedaban dos horas para la una. Aprovechó que la mañana amaneció soleada para realizar su sesión diaria de yoga en la terraza. Necesidad, según ella, para conseguir sobrellevar todo aquello que le provocaba una angustia y ansiedad constantes. Para buscar, en su vida diaria, ese orden y concierto que tanto anhelaba. Cuarenta y tres minutos exactos. Enemiga ferviente de los números redondos, los cuartos y las medias. Una ducha rápida. La raya del ojo negra, muy perfilada. Parpados cuidadamente oscurecidos y labios color caoba. El contraste de todo ello con su piel pálida, casi reluciente, y su pelo negro, liso y fino a la altura de los hombros, le otorgaba un aire enigmático, entre gótico y pin-up, el cual potenciaba y en ocasiones hasta radicalizaba. 

Entró en el restaurante sin saludar a los dos camareros que se esforzaban por recibir a la clientela conforme a los estándares de alta cocina de los que hacía gala el local, especialmente a través de sus redes sociales. Se dirigió hacia la mesa en la que yo ya me encontraba  desde hacía unos minutos, sin apartar la mirada de la réplica de “La Noche Estrellada” de Van Gogh que vestía la pared a mis espaldas. Tomó asiento con elegancia, sin importarle descubrir su muslo tonificado casi en su totalidad, permitiendo que su falda de cuero negro ascendiese por su pierna hasta casi el límite de su ropa interior. 

“Siento llegar tarde”. La una y tres minutos, como pude comprobar en mi reloj. Sabía que no se perdonaría su falta de puntualidad, aunque hubieran sido únicamente escasos segundos. Desdobló la servilleta cuidadosamente, y volvió a doblarla, con esmero, haciendo coincidir cada esquina a la perfección. Alineó con delicadeza los cubiertos, de fuera hacia adentro, evitando que las yemas de sus dedos los rozasen más de lo necesario. Giró tres veces su copa de vino, siempre hacía la derecha, mientras comprobaba escrupulosamente  si existía cualquier indicio de suciedad en la misma.

Hubo un tiempo en que cada uno de sus rituales provocaba en mí una ferviente sensación de ternura. Un tiempo en que su conducta maniática me sacaba una sonrisa fácil y sincera. Un tiempo en que el amor cegaba un problema latente con el que me di de bruces al deshacerse esa pasión inicial, tan desbordante como efímera, y permanecer únicamente un cariño fraternal.

No quedaba más que cariño, por ambas partes. Ni rastro de esas miradas iniciales que nos regalábamos gratuitamente, sin pedir nada a cambio. Ni rastro de aquella joven que acudió a la presentación de mi anterior libro y sin rodeos me culpabilizó por lo intrascendente de mi nueva novela. Había leído mis cuatro publicaciones anteriores y sin dudarlo, me asestó aquel golpe en forma de crítica, refiriéndose al libro que le estaba firmando como un “anodino escrito de principiante, plano y sin alegría”. 

Alegría, ilusión, ganas y felicidad. Creí haber encontrado todas ellas en la persona de Alina, a pesar de su humor hiriente, léxico afilado y ese toque místico que tan poco iba conmigo. Intenté sin éxito explicarle que aun a sabiendas de que no era mi mejor escrito, había tratado de reflexionar sobre el motivo por el que un hombre perdido, plagado de miedos y temores, dependiente de ansiolíticos para sobrevivir, una vez tocado fondo y al borde del suicidio, decide desarrollar su vocación de escritor hasta llegar a lo más alto.

“Un cliché de muy mal gusto”. 

Le convencí para cenar, unos días después de la firma de mi libro, el cual había sido recibido con entusiasmo y buenas críticas por parte de la comunidad literaria. La excusa de que diez minutos ( lo que duró nuestra conversación mientras le dedicaba unas palabras en las primeras páginas), resultarían insuficientes para profundizar sobre la realidad y origen de la historia que me había galardonado con varios premios nacionales, pareció derribar esa primera barrera de prejuicios y reproches, y aceptó mi invitación.

Mi restaurante francés de las primeras citas, testigo de decenas de comienzos, de despegues, de vuelos sin motor hacia un destino que únicamente el tiempo conocía. Nos encontramos en la puerta, cinco minutos antes de la hora pactada, las nueve en punto. Mi blazer ceñida desentonaba con su corpiño, negro, con tonos rosados. Mi barba perfilada y pelo recién cortado, hacían lo mismo con su exceso de sombra de ojos, colorete y pintalabios de color magenta. 

Dos polos opuestos, sentados a la mesa, degustando un menú repleto de una extensa variedad de quesos franceses y foie, jarrete de ternera al vino y pato ligeramente marcado acompañado con camembert y espuma de frambuesa. Disfruté observando cada uno de sus rituales obsesivos. Contemplando como trinchaba el pato con la precisión de un cirujano y como a cada bocado, además de la comisura de sus labios, limpiaba con cuidado los cubiertos que utilizaba. 

Seis años a caballo entre Barranquilla y Santa Marta, Colombia, trabajando en un proyecto de ingeniería. Según ella, los mejores de su vida. Más de diez años recorriendo Latinoamérica presentando cada uno de mis cuatro libros, respondiendo preguntas intrascendentes y explicando de manera liviana y sucinta, y a veces, incierta y categórica, cada uno de sus argumentos. Quizá, los años más tristes de mi vida. Olvidándome de quien soy yo para enaltecer a mis personajes. Dejando de lado mi vida para hablar de vidas que yo mismo había fabricado, para quizá, olvidar la mía propia. Enfrentándome cada día a decenas de desconocidos sedientos de momentos de desasosiego en los que me desmoronaba desgranando el triste calvario de los protagonistas de mis relatos. 

“¿ Tienen algo de ti, algún tinte autobiográfico?”. “No, en cada uno de ellos habito yo al cien por cien, desde el desarrollo del personaje hasta su culmen final”

Me miraba sin casi pestañear, fijamente, manteniendo el rictus contraído. No conseguía descifrar su mirada, sus helados ojos verde oliva, en los que al tratar de profundizar, únicamente encontraba mi reflejo. Me escuchaba atenta mientras yo desmenuzaba cada fragmento de mi último libro, desnudaba a cada personaje, y desvelaba secretos ocultos al lector que no tiene el don o habilidad de leer entre líneas. 

Más de dos años habían transcurrido desde esa primera velada. Aun sin haber convivido juntos, sí solíamos vernos con asiduidad. Frecuentamos lugares variopintos, desde restaurantes elegantes y refinados, exposiciones de arte y obras de teatro clásicas, hasta salas de conciertos donde grupos indie desconocidos daban sus primeros pasos. En esa intensa búsqueda de un lugar en el que ambos encajásemos, descubrimos sin querer una peculiar cafetería situada en el corazón del madrileño barrio de Malasaña.

Combinaba a la perfección ese ambiente oscuro y sombrío tan clásico de las tascas ochenteras, con pequeñas y apelotonadas mesas y bancos de madera, aderezado con toques de excentricidad, como bicicletas antiguas adornando cada una de sus paredes. La Bicicleta, nuestro punto de encuentro por excelencia. Las conversaciones sin fin, plagadas de risas y anécdotas, de vivencias pasadas y planes de futuro, derivaron en silencios incómodos y miradas furtivas a nuestros Iphones, cada vez más frecuentes. Nos convertimos sin querer en dos desconocidos, incapaces de sostenernos las miradas. Todo ello en menos de dos años. 

Por inercia, por rutina o por conformismo, o quizá por miedo a la soledad, por parte de ambos, el año entrante nos recibió como pareja, sentados a la mesa de aquel restaurante de semi lujo, y degustando un menú de más de sesenta euros el cubierto. Por razones familiares y laborales, llevábamos más de dos semanas sin vernos, y más de un mes sin pasar una noche juntos. Ya hacía tiempo que habíamos cejado en nuestro empeño por avivar esa llama inicial. Por recuperar esa pasión que alimentaba noches de sexo espontáneo, en cualquier lugar y de cualquier manera, sin más límites que los marcados por el placer que emanaba de aquellos encuentros. 

El sexo programado, jueves y sábados, dio paso al sexo por obligación. Y éste a su vez se fue diluyendo hasta convertirse en algo tan esporádico como infrecuente. Ya no nos forzábamos a amarnos, ni fingíamos, ni buscábamos excusas, ni nos buscábamos. 

Compartimos una cheesecake, nuestro postre predilecto, atropelladamente y sin disfrutar de su sabor. Como no disfrutamos de aquella comida. Como llevábamos sin disfrutarnos mucho más tiempo del que nos merecíamos. Aquellas dos horas del uno de enero no hicieron más que poner en evidencia la distancia insalvable que habíamos ido trazando entre ambos, avivada por la paulatina pérdida de comunicación, cariño y sobre todo, amor, que no pudimos, o no quisimos, detener a tiempo.

Ciento cincuenta y cuatro euros a cargo de la Empresa de Alina, una gran multinacional del sector electromecánico. Ni cien palabras fluyeron durante aquella velada. Era imposible saber quién de los dos se encontraba en ese momento más lejos de aquel lugar, de aquel restaurante que tiempo atrás hubiese hecho las delicias de aquella pareja amante de la gastronomía y las conversaciones sin límites, que no dudaban en eternizarse.

Alina recogió su bolso, y tras perfilarse los labios y colocar cuidadosamente la silla, se despidió, rozando tan sutil como fríamente su mano con la mía. Me escribiría al llegar, uno de sus wasaps tan parcos en palabras como en sentimientos. En unas horas tomaría un vuelo que le mantendría fuera de Madrid cerca de un mes, en el que viajaría por las cuatro delegaciones que su empresa poseía en Latinoamérica. La vi alejarse por la puerta, sin mirar atrás. Ya habíamos dejado de culparnos y de disculparnos. Ni culpa ni perdón, ni alegrías ni enfados, sólo mensajes de consuelo y supervivencia. 

Pocos minutos más tarde, abandoné el local, cargando mi portátil, como había tomado por costumbre desde que días atrás había recibido un email de mi editor en el que me aconsejaba no continuar posponiendo el comienzo de mi nueva novela. En mi contrato con la editorial me había comprometido concluir un nuevo libro a mediados del año en curso.

Más de dos años desde mi anterior publicación. Más de dos años sin enfrentarme a la pantalla de mi ordenador. Más de dos años repitiéndome cada día que no debía haber aceptado continuar escribiendo, pese al notable éxito, tanto de crítica como económico, que había ido adquiriendo durante mi carrera como escritor. Detestaba implicarme tanto en cada uno de mis escritos, involucrarme de sobremanera en el desarrollo de cada uno de de mis personajes, hasta tal punto de hacerme partícipe de sus vivencias, de sus gozos y sus angustias, de sus logros y sus decepciones, de su vida y de su muerte. 

En palabras de mi psicólogo, al que comencé a ir al término de mi primer libro, y no he dejado de visitar regularmente, necesitaba, por salud mental, dejar de escribir, al menos de la manera en la que lo hacía. Tras probar muchos métodos, ofrecerme un sin fin de herramientas para que mi escritura no se llevase consigo toda mi entereza, y fracasar en cada uno de mis intentos por que así fuese, terminó por aconsejarme el abandono de mi vocación, y hasta ahora, de mi profesión.

Caminé, permitiéndome desorientarme entre los recovecos del barrio de Malasaña. Siempre evitaba las avenidas principales, colapsadas de transeúntes con prisa, personas con origen y destino previamente fijados que no disfrutaban del mero hecho de caminar, que siempre llegaban tarde a donde quiera que les esperasen. Prefería pasear por las calles estrechas y callejones de dicho barrio madrileño, actualmente remodelado y repleto de tiendas, establecimientos, restaurantes y bares de copas, de lo más peculiares y que poseían un encanto especial. 

Casi sin querer, o gracias a una casualidad buscada, me encontraba frente a la puerta de nuestra cafetería, de la Bicicleta. Pedí un expreso doble, y bajé las escaleras con el férreo deseo de que el sofá en el que habíamos compartido tantas tardes, tantos cafés cortados y tés chai, estuviese libre. 

Tomé asiento en la esquina del sofá de siempre. Conecté el portátil al último enchufe cercano. Un adolescente al que el acné de la pubertad aún no le había abandonado, no perdonaba su partida diaria al Counter Strike, a pesar de ser año nuevo, exaltándose con facilidad cada vez que le alcanzaba una bala a su yo virtual.

Abrí una nueva hoja de Word. Mis manos temblaban y mi corazón palpitaba inquieto. Tenía la certeza de que éste sería mi último libro, quizá el más personal y doloroso de los seis. Aún no había pensado cómo titularlo, pero conocía de sobra a los protagonistas. Respiré profundamente y me prometí no volver abrir nunca más una nueva hoja de texto, mientras mis dedos se colocaban temerosos sobre el teclado de mi Mac:

“Alina se despertó, y era dos mil veinte. Mientras se desperezaba, giró sobre si misma hasta toparse con mi espalda. Se acurrucó junto a mí pasando su brazo sobre mi cuerpo, abrazando mi pecho desnudo. Acercó lentamente sus labios hasta que rozaron el límite entre mi cuello y mi nuca, provocándome un escalofrío de placer, y me susurró un te quiero al oído. Sonreí sin abrir los ojos. Ella continuó en la misma postura, y no tardó en volver a quedarse dormida, respirando dulce y acompasadamente sobre mi nuca. Miré el reloj. Las nueve de la mañana. Aún restaban cuatro horas para el brunch que había reservado para celebrar juntos la entrada del año. Volví a cerrar los ojos, tomé la mano de Alina sin despertarla y la apreté y atrapé contra mi pecho. No sabía si volvería a dormirme, pero me daba igual, no podría imaginar comenzar de mejor manera el nuevo año…”