jueves, 27 de septiembre de 2012

Aquella tarde fue diferente.

Ya debían ser más de las ocho. El sol se escondía en el horizonte. El mar se tornaba en llamaradas concebidas por los destellos de los rayos de un sol, al que cada vez le costaba menos desaparecer ante mis atónitos ojos.

No recordaba los atardeceres que había esperado a que el sol se pusiese, allí, en aquella playa, alejada de cualquier atisbo de realidad.

Cada día desde que no podía recordar, tras nuestra obligada siesta (en la que no podía conciliar el sueño), me abandonaban a mi suerte tendido en la arena, sin más compañía que la que me proporcionaba el murmullo de las olas. Allí sentado disfrutaba de mis horas de libertad, a sabiendas de que al desaparecer el sol, regresarían a devolverme a la prisión en la que me hallaba desde hacía ya muchos atardeceres, quizá demasiados.

Aquella tarde fue diferente. Desde el desayuno, deseché cada uno de los sedantes que, cuatro veces al día, me suministraban los enfermeros del centro psiquiátrico. Había desarrollado una habilidad especial para ocultar cualquier cosa en mi esófago, y devolverla posteriormente.

 ¿Que por qué no había realizado esta operación desde que tengo conciencia de estar aquí? Porque necesitaba no tener el cerebro activo. Al ingerirlos entraba en un estado de paz, que, aunque irreal, me reconfortaba y me permitía esconder el pasado tras los efectos hipnóticos de aquellas drogas.

Durante todo aquel día, "limpio" de ayudas exógenas, las imágenes se sucedían en mi mente, y una tras otra me golpeaban, cada vez más fuerte, como enormes martillos ávidos de venganza y rencor.

 Familias enteras, niños, hogares...todo destruido a nuestro paso. Acabábamos con todo únicamente por diversión. En nuestros ratos libres, desvalijábamos aldeas, y no dejábamos aliento alguno de vida allá por donde nuestros putrefactos cuerpos e inexistentes almas decidían dirigir sus miradas de odio y destrucción.

Fueron sólo unas horas, pero entendí el porqué de estar en aquel centro psiquiátrico. No podía dejar de pensar en aquellas imágenes que me atormentaban, y sentía como la locura invadía mi cuerpo. Temblaba, estaba inundado en sudor; las lágrimas discurrían por mis mejillas sin control y mi cabeza seguía siendo martilleada por aquellos recuerdos que durante un tiempo las pastillas habían conseguido ocultar.

De nuevo allí estaba, pero aquella tarde fue diferente. Me abandonaron en la arena como cada día, pero mi mente destilaba una lucidez inusual; un conato de cordura tras la locura en la que me había visto envuelto durante todo el día.

Sin dudar, y con la determinación de alguien que no espera nada más de la vida, desgarré mi lengua de un certero y doloroso mordisco, en el momento en que vi desaparecer a mis espaldas a los enfermeros que me acompañaban cada día hasta la playa, el lugar en que terminaría mi burda existencia.

Me desangraba y la camisa de fuerza que me había protegido de mí mismo durante la larga estancia en aquel lugar, se tornaba en un rojo sombrío y lúgubre.

Durante las horas de penitencia hasta que el último hálito de vida me hubo abandonado, me acordé de los rostros de todas y cada una de las personas a las que había arrebatado su vida y con lágrimas en los ojos, pedí perdón por cada una de ellas. Escribí en la arena el número identificativo que me había acompañado durante toda mi existencia, grabado en mi "Dog-Tag", precedido de las palabras "I'm sorry". A partir de ahí, me dejé llevar...

-Me debes dos de los grandes! Ya te dije que estos marines americanos tras la guerra no duran más de un mes aquí.

Aquella tarde fue diferente. Al desaparecer el sol, los dos enfermeros transportaron el cadáver de aquel soldado, envuelto en sangre y lágrimas, desde la playa hasta la incineradora, donde engrosaría la lista de suicidios de aquel centro psiquiátrico de ex-combatientes.




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