martes, 26 de noviembre de 2013

DOS CORAZONES, UN SOLO LATIDO. DOS VIDAS, UN SOLO SENTIDO.

Aunque tú no lo sepas, te busco cada noche entre mis sábanas y te encuentro, entre mis sueños y mis anhelos, ahí estás, con tu respiración entrecortada y tu media sonrisa característica de cuando estás durmiendo.

Dos corazones, un solo latido. Dos vidas, un solo sentido.

Aunque tú no lo sepas, me despierto sobresaltado y te busco, ya despierto, pero no te encuentro. No reconozco tu perfume, tu aroma de princesa de cuento, y me siento solo, sin aliento, contando días, minutos y segundos, para nuestro reencuentro.

Dos corazones, un solo latido. Dos vidas, un solo sentido.

Aunque tú no lo sepas, sólo vivo para y por ese momento, en que te vea aparecer, sonriendo. No sé si la emoción empañará mis mejillas, no sé si mi corazón cabrá en mi pecho, sólo sé que jamás, jamás, volveré a irme lejos.

Dos corazones, un solo latido. Dos vidas un solo sentido.

Aunque tú no lo sepas, yo te lo digo. Mi corazón es tuyo. Tu corazón es mío. Toda una vida juntos nos espera, y sólo anhelo  ese momento, ese instante, en que a través de mi piel, pueda sentir tus latidos.


Dos corazones, un solo latido. Dos vidas, un solo sentido.

jueves, 21 de noviembre de 2013

LA MITAD DE UNO.

No quería ser un héroe, sólo un pequeño vagabundo buscando una sonrisa. Su sonrisa. Deambulaba cada noche empeñando su vida y sus sueños en los lugares más oscuros, inhóspitos, indeseados. El alba le sorprendía perdiendo algo más que su vida y su dinero, le sorprendía perdiendo su dignidad.

No soñaba con lujos ni grandezas, solo con encontrar a su princesa, aquella que conseguiría cercenar las cadenas que le impedían abandonar ese mundo de miedos y temores.

No podía imaginar que tras casi darse por vencido, la vida le tendía la mano ofreciéndole una segunda oportunidad.

Nunca había dejado de ser un príncipe pero su alma vagó errante durante tanto tiempo, que olvidó su verdadera identidad.

Aquella noche, con solo mirarla, despertó del mal sueño en que se había transformado su existencia. Resucitó y escapó de ese triste letargo en el que naufragó tanto tiempo atrás. No hubo tiempo para más. Su sonrisa estaba allí. Esa sonrisa que comenzó a iluminarle medio año atrás y que jamás dejará de hacerlo.

Se sucedieron los momentos inolvidables, las noches en que buscaba su mano entre las sábanas que todavía conservaban ese aroma de la primera vez.

Sin embargo el príncipe tuvo que marchar por un tiempo. Tiempo que se le hace eterno sin poder disfrutar de su princesa, de su sonrisa, de su mirada, de su compañía. Pasan los días y cada vez se ve más cercano el momento en que ambos se reencontrarán, esta vez para siempre.

Mientras tanto ese príncipe, que consiguió ser feliz gracias a la sonrisa que cambió su vida y la llenó de luz, mira hacia el horizonte celebrando que tras la mitad de uno, llegarán tantos años como la vida les depare, a este príncipe impaciente y a su princesa sonriente.


martes, 22 de octubre de 2013

QUIERO (5)

Quiero regresar y tenerte entre mis brazos,
Contemplar en tus mejillas tu emoción incontrolada.
Quiero que el tiempo se detenga en ese momento
Que nada ni nadie interrumpa nuestras miradas.

Quiero ver tus labios, recorrerte con los míos,
Sentir que nuestros cuerpos se agitan al unísono.
Quiero compartir contigo cada noche de mi vida
Y escuchar entre sueños tu aliento y tus latidos.

Quiero que vivamos nuestra vida como un sueño,
Quiero despertarme y comprobar que todo es cierto.
Quiero que me quieras como yo te quiero
Quiero que estos 5 lleguen hasta el infinito.


miércoles, 14 de agosto de 2013

El destino de mi vida.

Fue de las primeras veces que llegaba pronto desde que nos conocíamos. Por fin apareció, cinco minutos después de las 8, hora a la que habíamos quedado. En tantas y tantas ocasiones nos habíamos abrazado y mostrado nuestro cariño mutuo, que sentí miedo al pensar que el tiempo pudiera haber volatilizado nuestra amistad. Ambos necesitábamos vernos y sentir que nada había cambiado, que seguíamos siendo los mejores amigos. Al observarle subir las escaleras del metro, y al notar en mi interior que nuestras miradas cómplices se entrecruzaban, preludio de nuestras cariñosas muestras de afecto, respiré aliviado comprobando que todo era igual entre nosotros, que seguíamos siendo los mismos amigos de siempre.

Pedimos nuestros frapuccinos para llevar, y nos sentamos en el césped de Plaza de España, dispuestos a abrirnos nuestros corazones, el uno al otro, como tantas veces habíamos hecho desde que nos conocimos, durante nuestros primeros días universitarios.

Nunca me había costado abrirme a ella. Expresarle todo lo que sentía. Reír y llorar juntos, aconsejarnos y enfadarnos, para acabar siempre ofreciéndonos nuestros abrazos más sinceros.

Había sido un año en el que ambos habíamos vivido grandes experiencias y en el que conseguimos evolucionar. Habíamos conocido gente nueva y habíamos logrado desprendernos de las cadenas que nos aferraban a un pasado en el que vagábamos sin rumbo. Quizá nos entendíamos tan bien porque nuestras vidas discurrieron paralelas en estos últimos años, en los que nos encontrábamos perdidos mientras el mundo que nos rodeaba comenzaba a descubrir sus ambiciones y a cimentar su futuro.

Todo ello había quedado en un segundo plano, en un tiempo pasado al que miramos de reojo recordándolo con alegría y buenas dosis de melancolía, gracias a todo lo que habíamos vivido y crecido los últimos meses.

Comenzaba a ocultarse el Sol, dejando tras de sí un hermoso cielo cobrizo, aquella tarde de julio en Madrid. Los últimos rayos iluminaban sus ojos y quizá, aunque habíamos apostado tantas veces quién los tenía más bonitos de los dos, ese día su mirada estaba radiante y reconocí, en el interior de mi mente, con una sonrisa, que ella siempre había ganado.

Hablamos y hablamos, y reímos y casi lloramos. Nos pusimos al día de nuestras aventuras y desventuras durante aquel tiempo en que sin querer, me había despreocupado de ella, de una de las personas más importantes en mi vida. Sin darnos cuenta, nos encontramos conversando sobre asuntos del corazón, quizá el tema que siempre más nos había gustado, tras comprobar que en todo lo demás habíamos mejorado desde que no nos veíamos a diario.

Desde que comenzó a relatarme los vaivenes de su corazón, dejando escapar sus sentimientos para que yo tratase, sin éxito, de comprenderlos, me di cuenta de que no era la Silvia que yo conocía, y me alegré de ello. Me gustaba su nueva personalidad. Sabía perfectamente lo que quería. Sabía que podía estar equivocándose pero aún así seguía aquello que le dictaba el corazón, sin miedo a golpearse una y otra vez con la cruda realidad. Miré de nuevo sus ojos mientras hablaba e intentaba explicarse, y pensé cuánto había crecido, cuánto había madurado y cuánto me había perdido yo de su vida.

Ya había oscurecido y de tanto hablar, se nos había creado un vacío en el estómago a ambos, por lo que decidimos ir comprar algo de comida para llevar y volver a sentarnos donde estábamos, para continuar dejando que se expresasen nuestros corazones.

Regresamos al lugar donde estuvimos recostados, cargados con nuestras hamburguesas, patatas y coca cola, y tras dar buena cuenta de ellas, mientras reíamos por tonterías, me tocó el turno de contarle cómo mi vida había dado un giro radical aquel año. Tras afirmar que había sido uno de los años más importantes de mi vida por todo lo que había significado para mí, y tras observar cómo sus ojos no pestañeaban mientras le explicaba el porqué de ello, me acordé de algo que había mantenido durante muchos años oculto en lo más profundo de mi interior, y que un sentimiento, si cabe más fuerte que el que sentí en su día, lo había hecho despertar.

A pesar de todo lo que se habían metido conmigo mis compañeros por repetir una y mil veces "mis" historias, nunca les había hablado de aquello. Al decirle a Silvia que había algo que nunca les había contado, no podía creérselo, así que le relaté "mi" historia, esa que yacía encadenada en el cajón olvidado de mis sentimientos:

" Hace muchos años, conocí a alguien que cambió completamente mi vida. No era yo mucho de creer en casualidades y menos en el "destino", ese paradigma que consigue que dos piezas de un mismo puzzle, separadas y perdidas durante mucho tiempo, consigan ensamblarse. Sin embargo, un único intercambio de nuestras miradas bastó para saber que ambos estábamos destinados a compartir parte de nuestras vidas.

Pasamos un tiempo juntos; un tiempo que se detenía cada vez que nos mirábamos, cada vez que nos besábamos. Sentía que nos completábamos, y nunca imaginé el desenlace tan traumático para nuestra corta pero intensa historia de amor.

Terminaba el junio de hace muchos años, y mientras caminábamos por nuestro parque, disfrutando de los primeros rayos de sol veraniegos, comenzó a llorar y escupió la noticia que le pesaba en su interior desde hacía unos días: en una semana debía abandonar España, ya que trasladaban a su padre, diplomático, a Bélgica, por motivos laborales.

Todo mi mundo y todo mi futuro se desmoronaron. Intentamos apurar los últimos días que nos restaban juntos, pero la tristeza nos invadía y no eramos capaces de disfrutar el uno del otro sin sucumbir al llanto; ese llanto, esas lágrimas de impotencia preludio de una despedida anunciada y no querida, una despedida, para siempre.

Pese a que intentamos mantener el contacto, fue imposible, ya que por aquellas épocas no existían los medios tecnológicos que existen hoy en día para poder comunicarse en la distancia. Además, éramos muy jóvenes como para hipotecar nuestras vidas en algo etéreo, volátil, que se tornó inexistente pasados unos meses.

No obstante lo que sentí por ella, por aquella adolescente de ojos verdes, quedó grabado en mi corazón. Quedó oculto en mi interior, pero comprendí desde el día en que nos separamos, que en el momento que volviese a sentir algo similar por alguien, esa persona sería la indicada para acompañarme el resto de mi vida..."

Noté como sus ojos no se despegaban de los míos mientras hablaba. No me había interrumpido ni un instante mientras destapaba aquella historia, que nunca  había recordado ni había contado a nadie durante todo este tiempo, pero que gracias a lo que le iba a relatar a continuación a mi amiga, tuve la necesidad de sacar a la luz.

"...Silvia estaba conmigo el día en que le conocí de verdad. Fue por casualidad. Otro guiño del destino. Otra espiral de circunstancias que propició que no parásemos de hablar aquella noche. Otro cúmulo de casualidades que hicieron que ella acudiese aquel día en que yo era el protagonista. No era la primera vez que nos veíamos, pero sí la vez en que empezamos a congeniar, en que empezamos a escribir nuestra historia de amor.

Comenzamos a quedar. Al principio yo era reticente a abrir completamente mi corazón. Sabía que mis días en España estaban contados hasta dentro de un tiempo y no quería enamorarme. Me lo había propuesto durante todo el año, desde que supe que en septiembre daría comienzo mi experiencia americana. Sin embargo, como suele ocurrir, como me suele ocurrir, no cumplí con lo que me había propuesto.

A cada cita que teníamos, algo extraño comenzaba a despertar en mi interior. Intentaba no tenerlo en cuenta, no tener en cuenta ese sentimiento que cada vez con más fuerza se apoderaba de mí. Intentaba sin éxito olvidarlo, tratar de hacer caso omiso de las señales de mi corazón que dirigían sus pasos hacia ese lugar oculto de mi alma donde abandoné a su suerte, hacía mucho tiempo, el verdadero significado de la palabra amor.

Sin darme cuenta, mi corazón, estaba sintiendo lo mismo; no lo mismo, algo más fuerte e intenso que lo que en su día sentí y escondí, por miedo a volver a sufrir.

Nos compenetrábamos a la perfección y nos completábamos. No tardé en cerciorarme de que era todo lo que necesitaba, de que era lo que siempre había buscado, y de que era quién había despertado de nuevo en mí, las ansias de volver a amar. Comprendí entonces que debía hacer caso a lo que sentía mi corazón; comprendí que por fin me había enamorado, lo que provocó una sensación de miedo y angustia que iba invadiendo todo mi cuerpo: no sabía en realidad si ella sentía lo mismo que yo. Si a pesar de que en unos meses yo me iba a ir por un tiempo, ella podía haberse llegado a enamorar de mí de la misma manera que yo lo había hecho de ella.

Transcurrían los días junto a ella y cada vez me sentía más feliz a su lado y más seguro de que por fin había hallado a la persona que caminaría conmigo durante toda mi vida. Sin embargo, no podía dejar pasar ni un día más sin tener la conversación que tanto temía y que había optado por, pese a los inestimables consejos de mis amigos, intentar retrasar lo más posible. No podía transcurrir un segundo más de mi vida vagando entre la incertidumbre de no saber si nuestros corazones latían al mismo ritmo, con la misma armonía...

Aquella noche mi felicidad fue completa. Conversamos y nos sinceramos. Lloramos y nos besamos. Y tras la temida conversación, desapareció la intensa pesadumbre que hacía que cada tarde me invadiese la tristeza al sólo pensar que podría ella no sentir lo mismo, no creer que ambos nos habíamos encontrado por casualidad porque estábamos destinados a compartir nuestras vidas.

 Nos miramos como nunca lo habíamos hecho, sabedores, ya sin ningún tipo de duda, de que nuestro futuro estaba conectado. Nos abrazamos y sentimos que ese destino del que tantas y tantas veces se habla y del que tan poco se sabe, había conseguido entrelazar nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestros corazones. Nos besamos y comprendimos, mientras nuestros labios se derretían al son de nuestros latidos, que nada ni nadie podría jamás cercenar el vínculo de amor que se creó entre nosotros, aquella noche.

Definitivamente, le confesé a mi amiga para terminar la historia, había por fin encontrado el amor de mi vida..."

Levanté mi mirada al terminar de hablar, y sentí como Silvia se había acercado hasta estar prácticamente a mi lado. Noté como sus brazos rodeaban mi cuello, y cómo sus labios besaban mi mejilla mientras me susurraban al oído lo feliz que le hacía haberme oído contar aquello, lo feliz que le hacía saber que había conseguido entregar mi corazón y me había enamorado de alguien con quien de verdad compartiría toda mi vida. Se me saltaron las lágrimas, de felicidad, lo que propició que a mi amiga le sucediese lo mismo, mientras nos abrazábamos en aquella plaza, donde la madrugada había traído consigo un vacío y una soledad que realzaba más si cabe a aquella pareja de amigos (nosotros), que quedaron para comprobar que el tiempo es incapaz de borrar una amistad forjada durante años.

Ya nos habíamos despedido, prometiendo vernos varias veces antes de que me fuera, pero al abrir la puerta del taxi que me llevaría a mi casa, Silvia me gritó desde lejos, haciendo señas para que me acercara. Con tantas conversaciones, risas y lágrimas de felicidad, había olvidado enseñarle el tatuaje que recientemente me había hecho. Aunque en un principio no le gustó la idea, le encantó cómo quedaba la tinta en mi piel.

-¿Te vas a hacer alguno más? Me preguntó mi amiga.

- A parte de este tatuaje, lo único que llevaré conmigo para siempre será el nombre de Sara grabado en mi corazón.

Silvia sonrió y me volvió a abrazar.

Mientras caminaba hacia mi taxi, feliz por haber podido abrir de nuevo mi corazón a mi amiga, recordé que una noche como aquella, había empezado a sentir que aquel día en que Sara apareció en mi vida por casualidad, el destino, sí, ese poder sobrenatural ineludible e inevitable, había conspirado para unirnos, para conseguir que nuestros caminos confluyesen en uno solo, desde ese momento hasta el final de nuestras vidas.

Bajé la ventanilla del taxi para sentir la brisa de la madrugada en mi rostro. Cerré los ojos y sonreí. Era feliz.





sábado, 20 de julio de 2013

Bryant Park

Hace unos días se cumplió un año desde, quizá, el viaje más especial de mi vida. Repetía experiencia en Nueva York, hasta ahora de la única ciudad que me he enamorado por completo. Fueron 17 días inolvidables entre sus avenidas y rascacielos, entre sus museos y sus parques...para acabar cada noche en mi rincón favorito de Manhattan: Bryant Park. No sé que tendrá este lugar, pero su magia me envolvía mientras me sentaba en el césped a observar a cada una de las muchas personas que se daban cita allí cada noche, escribiendo sus historias con el trasfondo de aquel pequeño espacio verde entre los inmensos edificios de la ciudad.

Desde que regresé de Nueva York, se produjo un giro radical en mi vida. Un punto de inflexión en mi existencia que me hizo romper con todo aquello que no me permitía seguir adelante con mis ansias de vivir de la forma que siempre quise y nunca llevé a cabo, por mis miedos y temores.

A pesar de que fue un verano en el que tuve que estudiar mis últimas asignaturas, disfruté de mi pueblo y su gente como hacía tiempo no lo hacía. Hubo grandes momentos en el valle del Corneja, pero quizá hubo uno que me hizo sentir especial. Aquél en que alguien me dijo que, pese a mi fachada de estúpido arrogante, tras intercambiar unas palabras y bailes aquellos días, se había dado cuenta que yo era algo más que esa horrible fachada que proyecto sin quererlo.

Llegó septiembre y se sucedieron las buenas noticias. Me licencié, y fui admitido en el Máster que tanto me costó decidir realizar. Fue una larga y pesada aventura de dudas y incertidumbre, hasta que me decidí por continuar mi formación en el mundo de las finanzas. Sin lugar a dudas, ha sido una de las mejores decisiones que he tomado a lo largo de mi vida.

Tras un comienzo incierto, fui poco a poco adaptándome a las clases y a mis compañeros. Día a día me iba entusiasmando más con la materia, y a cada día que pasaba, cada fin de semana de salidas nocturnas, se iba creando en torno a nosotros una amistad que espero jamás se rompa.

Algo de lo que me siento agradecido y orgulloso a la vez, durante este año, es de que, aunque he tenido menos tiempo para mi gente, siempre he sentido que han estado ahí, para lo bueno y para lo malo. Nunca faltaron una conversación a tiempo y una tarde de risas y recuerdos pasajeros. Me apoyaron incondicionalmente en mis malos momentos, y comparten alegremente todos los buenos momentos que estoy viviendo este año. Son mi gente.

Al fin llegó junio. Después de casi nueve meses de clases, amistades y relaciones, trabajos y quebraderos de cabeza, ansiedades y superaciones, todo terminó. Y terminó como nunca habían terminado mis últimos meses de junio, celebrando el trabajo bien hecho. Qué bien sienta saber que tras muchos años deambulando sin un rumbo fijo, sin un camino al que amarrarme para comenzar a dirigir mi vida, he conseguido por fin comenzar a escribir unas páginas, que hasta hace nada, yacían en blanco, olvidadas y defenestradas, por mi miedo a encontrar y luchar por algo que de verdad me llenase.

Ha pasado un año desde mi regreso de Nueva York. Han entrado en mi vida personas muy importantes y de las que nunca me gustaría separarme, y he descubierto cuál es mi camino, por el que me acompañarán todas estos amigos y gente especial, que se han ganado un hueco en mi corazón.

Hace un año me sentaba a observar en Bryant Park a todos los newyorkinos que allí se congregaban cada noche, y trataba de imaginar cómo serían sus historias, cómo harían para unir las piezas del puzzle que constituía sus vidas, siguiendo la senda que cada uno de ellos había elegido.

Hoy el protagonista soy yo. Hoy soy yo el que escribe, el que une las piezas, el que no teme, es más, el que desea volver al parque que cambió mi vida, a Bryant Park. El que desea sentarse en su césped para no pensar; para dejar la mente en blanco; para disfrutar.



lunes, 24 de junio de 2013

La droga de mi pecho.

No podía apartar la mirada de mi título de medicina, perfectamente enmarcado y colgado en el despacho donde empeñaba las horas muertas frente a mi portátil, escribiendo todo aquello que pensaba que merecía la pena ser contado. Lo contemplaba mientras apuraba los dos dedos de whisky Cardhu que aún quedaban en mi vaso y me acomodaba en mi sillón de cuero Rotterdam. ¿Cuántas veces me había dicho Javi que acabaría siendo médico?

Hacía tres días había recibido un mail de Javi, al que no veía desde aquel 8 de junio en el que cumplíamos ambos 18 años. Habían pasado ya 20 años en los que no había recibido ningún tipo de noticia suya.
En el correo me informaba de que venía a Madrid a pasar unos días y que le haría mucha ilusión volver a verme y contarme qué fue de su vida tras su desaparición el día en que alcanzábamos la mayoría de edad. También me explicaba cómo había conseguido mi dirección así como mi correo electrónico, en la web del hospital en el que trabajaba de cirujano.

Casi sin tiempo de terminar de leer su correo, me hallaba contestándole que estaba invitado a mi casa y que podía pasar en ella el tiempo que estimase oportuno si es que no había reservado habitación en ningún hotel (sabiendo de antemano que no sería así).

De esta manera, Javi, su esposa y yo, habíamos compartido aquella tarde en mi ático de la Gran Vía, recordando vivencias y épocas pasadas, así como poniéndonos al día de cómo habíamos sobrevivido el uno sin el otro durante todos estos años.

Era la 1 de la mañana, y tras terminar de recoger los vestigios de una tarde para recordar, me serví un vaso más de whisky (tenía que dejar el alcohol antes de que tuviese algún problema más grave) y me senté frente a mi ordenador, dispuesto a escribir nuestra historia, ahora que por fin sabía que ha tenido un final feliz...

"" Desde que recuerdo, Javi y yo habíamos sido inseparables. Dos pequeños granujas que no se despegaban el uno del otro; dos almas gemelas imposibles de cercenar.

Todo cambió el día en que murió la madre de Javi de esclerosis múltiple. Todos sabíamos que tarde o temprano llegaría aquel día, pero su pérdida hizo que todo alrededor de Javi y su familia se desmoronase. Aquella mujer había conseguido, con una vitalidad inusual hasta el último de sus días, sostener a su familia, cuya estabilidad pendía de un hilo. Tras su fallecimiento, mi amigo, quien no se separó de su madre en ningún momento durante sus últimos días, dejó de sonreir. Seguíamos pasando juntos los días enteros (ahora más si cabe porque comía y cenaba en mi casa), pero su alegre sonrisa de dientes perfectamente alineados desapareció por completo.

Javi nunca se había llevado bien con su padre, policía nacional de la vieja escuela y de modales algo más que cuestionables. A raíz de la pérdida de su esposa, se refugió más si cabe en el alcohol, y exprimía su vida entre barras de bar y sirenas de policía. La relación con su hijo se deterioró de tal manera que prácticamente ni se hablaban ni se veían más que para reuniones familiares y situaciones similares. Javí, se podría decir, que vivía en mi casa. Llegó a ser, si no lo era ya, uno más de mi familia.

Había transcurrido más de medio año desde el trágico fallecimiento de Leo, la madre de Javi, y aunque estudiábamos juntos, motivándonos a menudo con el fin del instituto, la selectividad y poder entrar a la Universidad para estudiar medicina, desde hacía ya algún tiempo sentía que nos habíamos distanciado.  Ya no salía con nuestro grupo de siempre, pero regresaba a nuestra casa más tarde que yo, en un estado de embriaguez que hacía que perdiese totalmente la orientación e incluso no me reconociese. Al preguntarle dónde pasaba el tiempo y con quién, me respondía que "por ahí" y que necesitaba estar solo, que debía respetar su decisión. Yo me sentía impotente al no saber cómo ayudarle y observaba cómo nuestra amistad, nuestro vínculo especial, cada vez se iba haciendo más difuso. Sentía cómo cada vez que intentaba acercarme a él, reaccionaba de peor manera, alterado e irascible. Y lo que más miedo y angustia me producía, sabía que mi amigo se había visto involucrado en algún tipo de problema con la cocaína después de verle entrar durante varias noches seguidas en nuestra habitación, sangrando por la nariz y con la mandíbula totalmente desencajada.

No niego que en algún momento de nuestra adolescencia coqueteamos con todo tipo de drogas. Fuimos presos de esa fiebre juvenil en la que existe un ansia incontrolable por probar cualquier cosa prohibida que pueda estar al alcance de la mano y, por suerte o por desgracia, en nuestro barrio abundaban ese tipo de sustancias que nos hacían volar sin mirar atrás, sin pensar, sin sentir. Creíamos ser libres al consumirlas . Sin embargo, esto era diferente. Nunca habíamos sobrepasado ese límite en el que se pierde el control y se comienza a navegar a la deriva en una espiral de luces y sombras que terminan por abocar a la autodestrucción. Mi amigo, sin duda, había sobrepasado ese límite.

Nunca olvidaré aquel día, aquel 7 de junio en que terminamos Selectividad. Tras nuestro último examen (Filosofía, nos cayó Platón como tú decías) no quisiste venir a celebrarlo con toda la clase a nuestro bar, donde siempre acababan invitándonos a rondas de chupitos gracias a tu labia y tu sonrisa. Ese día no podía pensar en tí, necesitaba desahogarme con todos nuestros compañeros y olvidar todas las horas que habíamos pasado estudiando, esperando ese ansiado momento.

Llegué apresurado a casa, pasada la medianoche, pensando en que ya era nuestro cumpleaños y pidiendo por favor que no hubieses llegado aún, para poder hacerte el tradicional regalo de cumpleaños que siempre nos brindábamos el uno al otro (desde que teníamos 6 años pasamos juntos nuestros cumpleaños, y siempre dejábamos debajo de la almohada del otro una foto de ambos sacada durante ese año, con unas palabras en el reverso). Ese año mi regalo era una foto de los dos estudiando de madrugada mientras devorábamos cajas y cajas de donuts, y mis palabras (aún las recuerdo perfectamente): Que nuestra mayoría de edad nos una más si cabe y que superemos este bache que nos mantiene distantes.

Al entrar en mi habitación, dispuesto a esconder nuestra fotografía bajo la almohada, me quedé petrificado. Allí estabas tú, sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las rodillas, sollozando. Lentamente me acerqué, y me senté a tu lado. Pasé mi brazo por encima de tu hombro, te acomodaste en mi pecho y comenzaste a llorar. Yo intentaba mantenerme sereno, conteniendo las lágrimas, cerciorándome de que debías estar en un muy grave problema para derrumbarte de tal manera. Tras unos minutos en la misma posición, comenzaste a hablar, primero atropelladamente y posteriormente, fuiste calmándote.

Unos meses atrás, me contaste, habías comenzado a vender cocaína a raíz de haber conocido a Diana, la chica con la que tenías una relación que nadie, ni tú mismo, entendías. Todos sabíamos que no te convenía porque no había droga que no hubiera probado, pero tú te empeñaste en apostar por ella, alegando que serías capaz de conseguir que abandonase ese mundo de peligros constantes porque entendías, ahora mejor que nunca, por todo lo que había pasado aquella chica. Continuaste diciéndome que lo que comenzó como una tontería (vendiendo unos gramos a conocidos y poniéndote unas rayas con Diana) se transformó en un laberinto de adicción del que no eras capaz de salir. Que la mayor parte de la coca que te suministraba tu camello os la metíais Diana y tú, y que habías acumulado una deuda de más de cien mil pesetas con el que te pasaba la droga. Comenzando a llorar de nuevo, murmuraste con palabras casi imperceptibles, que habían amenazado con darte una paliza si no pagabas, o algo peor.

Yo había escuchado a mi amigo en silencio, mientras sentía, como a cada palabra suya, iba tomando forma un nudo en mí estómago cada vez de mayores proporciones. Mientras prestaba atención a lo que decía, pensaba de qué manera podía ayudarle, pero no se me ocurría qué podía hacer por yo Javí en mi situación, sin dinero que ofrecerle y con la etiqueta de cobarde que siempre me había acompañado y me impedía hacer locura alguna.

Ensimismado como estaba en mis pensamientos, no me había percatado que mi madre había contemplado toda aquella escena desde la puerta de mi habitación, alertada por los sollozos de Javi.. Se acercó lentamente hacia nosotros y se sentó entre ambos. Un solo cruce de miradas con ella me bastó para cerciorarme de que sabía todo lo que allí ocurría. Abrazó a mi amigo y le susurró palabras de ánimo al oído, haciéndole saber que no permitiría que le sucediese nada. Javi comenzó a llorar de nuevo, descontroladamente, sobre el hombro de mi madre, mientras trataba entre lágrimas, de pedir perdón por todo lo sucedido. Sin dejarle casi hablar, ella le puso su dedo índice en la boca, hasta que se hubo calmado, tras varios intentos más de dar explicaciones, y volvió a abrazarle. En ese momento me dí cuenta de la suerte que tenía de tener una madre así, y de lo que Javi echaba de menos a la suya, quien había sido su  único apoyo a lo largo de toda su vida.

Tras unos minutos en que los tres estuvimos en silencio, Javi cayó preso de un sueño profundo, quizá condicionado por el miedo, quizá por la impotencia, quizá porque sabía que su vida cambiaría drásticamente a partir del día siguiente.

Mi madre, tras colocar suavemente a Javi encima de mi cama, se dirigió a mi, dándome un beso y aconsejándome que me fuese también a dormir, que había sido un día duro, y que ella se encargaría de arreglar todo aquello. El calor y la confianza que me transmitió aquella mujer, hicieron que me tranquilizase, y aunque fuese en mi interior, muy en el fondo, creyese que todo al día siguiente sería igual que siempre, que se solucionaría.

Antes de disponerme a dormir en la cama de Javi (él se quedó dormido en la mía), coloqué nuestra fotografía de cumpleaños debajo de la almohada sobre la que reposaba su cabeza. Sin saber porqué, me acerqué a mi amigo, y como si de una despedida se tratase, le di un beso en la mejilla y acaricié su pelo, algo que siempre le había gustado. Acto seguido me tumbé en su cama e intenté, sin conseguirlo durante unas horas, que se me hicieron interminables, quedarme dormido. Algo me decía que todo iba a cambiar, aunque no quería creerlo. Finalmente, pasadas las 4 de la mañana, claudiqué y el sueño ganó la batalla a mis pensamientos.

A la mañana siguiente me desperté desorientado, sin saber si todo había sido real o la peor de mis pesadillas. Al darme cuenta que estaba tumbado sobre la cama de Javi, mis esperanzas de haber soñado aquello, se desvanecieron. Miré hacia mi cama, donde había dormido él, y allí no estaba. Un mal presentimiento me invadía, que se transformó en realidad en el momento que mi madre entró en mi habitación y me pidió que me quedase un momento sentado en mi cama ( mientras se acomodaba a mi lado). Me contó mientras cogía mi mano, que ayer llamó al padre de Javi contándole lo sucedido, y que hoy a las 9 de la mañana había venido a por él y se lo había llevado, con todas sus cosas. Yo había dejado de escuchar a mi madre, que continuaba hablando, en el momento en que interioricé que Javi ya no estaba allí, y que probablemente, no le volvería a ver en mucho tiempo.

Llorando, sollozando y gritando palabras atropelladas, recriminé a mi madre el haber llamado a aquel policía corrupto y perturbado que decía ser el padre de mi mejor amigo, pero que jamás había ejercido como tal. Mi madre me abrazó, pese a que estaba fuera de control, y me sujetó con sus brazos hasta que me hube calmado. Me explicó que él era su verdadero padre, que yo no le conocía como para juzgarle y que algún día entendería el porqué de la decisión que tomó. Al abandonar la habitación, mientras yo me limpiaba las lágrimas, mi madre me advirtió que no vería a mi amigo durante una temporada y me contó que Javi no quiso despedirse de mí en persona, para no hacerlo más difícil, pero que había dejado algo debajo de la almohada de mi cama. Casi sin tiempo de que mi madre terminara la frase, me levanté y me dirigí hacia mi cama.

Allí estaba mi regalo de cumpleaños. Una fotografía tomada de los dos en el gimnasio, ataviados con la indumentaria de kick boxing, el día que hizo su primera velada del año. Lentamente le dí la vuelta, con el corazón latiéndome violentamente, para leer su mensaje: Algún día volveremos a ser hermanos, te lo prometo. Apreté aquella imagen contra mi pecho, y pedí por favor, a quien fuese, que de verdad volviéramos a serlo.

Aquella tarde, veinte años después, en mi ático de la Gran Vía, antes de que me contases el porqué de tu desaparición, te aseguré que durante varios meses había tratado de buscarte, de saber dónde estabas y qué hacías. Había preguntado a tus familiares y nadie sabía nada de tí. Parecía como si hubieses desaparecido de la faz de la tierra. Sonreiste. Me alegró comprobar que tu sonrisa perfecta no había cambiado. Me contaste que tu padre te llevó a Zaragoza, a un centro de desintoxicación, en el que estuviste varios meses interno, hasta que te recuperaste por completo. Al salir te matriculaste en psicología en la Universidad de Zaragoza, y que desde que terminaste la carrera hasta ahora, habías abierto varias clínicas de ayuda a drogodependientes a través de tus conocimientos pero sobre todo, a través de tu propia experiencia.

Mientras degustabas el tentempié que había preparado para vuestra visita, continuaste diciéndome que nunca hasta ahora te habías sentido con fuerzas para regresar a Madrid, porque aún te daba miedo recordar todo lo que sucedió. Sin embargo, coincidiendo con que te avisaron de la muerte de tu padre, el cual se encontraba desde hace unos años interno en una residencia para ex-policías, por problemas con el alcohol, decidiste venir aquí y avisarme.

Te diste cuenta de la cara que puse al hablar de tu padre, y me explicaste que le debías muchísimo a aquel hombre por todo lo que había hecho por tí. Yo no entendí nada hasta que me hablaste de lo ocurrido el día en que te marchaste. Me contaste cómo aquel mismo día, tu padre llamó al camello al que le debías el dinero y se citó con él para pagárselo, de paisano. Me dijiste cómo dos días después viajásteis a Zaragoza donde te ingresó en el centro de desintoxicación y cómo al salir de él, te pagó la carrera de psicología en dicha ciudad. Todo ello sin una recriminación por su parte por lo sucedido. Mientras tanto, él seguía viviendo en Madrid, y flirteando con el alcohol, hasta que su cuerpo dijo basta.

Esa mañana habías estado en el cementerio donde enterraron a tu padre, junto con tu madre. Tras dejar unas flores les contaste que ya lo habías conseguido, que estabas de nuevo en Madrid, y que volverías a buscar a tu familia, que volverías a buscarme. Al marcharte de aquel lugar, prometiste no volver jamás, y lamentaste no haber podido agradecer en persona a tu padre el haber conseguido salvarte la vida.

Cerca de la media noche, os marchasteis hacia vuestro hotel, muy cercano a mi casa. Nos habíamos puesto al día de nuestras vidas y nos habíamos prometido no volver a tener que hacerlo, por pasar tanto tiempo sin saber el uno del otro. Me confesaste que eso no ocurriría, porque tenías un proyecto para abrir un centro en Madrid próximamente, y  probablemente en unas semanas estarías viviendo en la capital.

Al despedirnos, nos abrazamos. En ese instante recordé todos los momentos que habíamos pasado juntos más de veinte años atrás y sonreí, sabedor de que podíamos volver a recuperarlos y repetirlos. Antes de marcharte, me susurraste al oído que  dentro de muy poco tiempo, si no era desde ese día, volveríamos a ser hermanos. Al cerrar la puerta de mi casa, me quedé unos minutos apoyado en ella, mientras me deslizaba hasta quedar sentado en el suelo. Me reí. Me reí como hacía tiempo que no me reía, con carcajadas sonoras y lágrimas en los ojos. Javí había  regresado. Era feliz.""

Tras terminar de escribir, apagué mi portátil y me serví una copa más de whisky. Abrí el cajón-caja fuerte de mi mesa, y allí se encontraba la foto que dejó Javi, veinte años atrás, bajo mi almohada. La había conservado todos estos años esperando que algún día regresara. Volví a apoyarla contra mi pecho, como hice mucho tiempo antes, y dí gracias por tener a Javi de nuevo conmigo. La volví a dejar en el cajón, cerré con llave, y antes de irme a la cama a descansar de todas las emociones vividas aquel día, vacié en el baño mi copa de whisky. Al pasar por la puerta de mi despacho hacia mi habitación, miré orgulloso y sonriente mi título de medicina: ¿Cuántas veces me había dicho Javi que acabaría siendo médico?






















domingo, 17 de marzo de 2013

Los abrazos de Roma.

La espuma de mi capuccino se derretía lentamente al compás del movimiento inconsciente de mi cucharilla, mientras observaba cómo, en la mesa de enfrente, una pareja de enamorados disfrutaba de su pasión controlada, esperando ansiosos que llegase el momento en que su única y mutua compañía les permitiese dar rienda suelta a su amor de primavera.

Me encontraba en el Caffé Greco, esperando a mi hermano. Él iba a pasar cuatro días en Roma por motivo de negocios, y aprovechando que yo acababa de terminar mi última película ambientada en en la Roma del Siglo I d.C, hicimos todo lo posible para compatibilizar nuestras agendas y poder disfrutar así el uno del otro, como años atrás, cuando la vida nos ofreció el don de ser almas gemelas, de poder profundizar y navegar en nuestros corazones sin miedo a equivocarnos y ser rechazados.

Sentía miedo de ver aparecer a mi hermano, tras cinco años sin hacerlo, y no reconocer a aquel niño, adolescente y adulto que siempre caminó de mi mano, unos pasos por delante para protegerme y dirigir mi senda hacia  hacia un futuro en el que fuese capaz de caminar por mí mismo, sin su respaldo y apoyo constante.

 Cinco años atrás, al despedirnos cuando emprendió su aventura en Chicago, me dijo una frase que quedó grabada en mi mente de por vida: "Has crecido "little bro", ya no me necesitas para ser feliz, pero avísame siempre que quieras compartir tu felicidad"...

- Little bro! ¡No has cambiado nada! Mi hermano pequeño sigue siendo el guapo de los dos!- James cruzó la puerta del caffé y sin que pudiera reaccionar, me estaba dando uno de esos abrazos cálidos,  lleno de sentimiento, con el que, afortunadamente, me hizo comprender que nada había cambiado entre nosotros.

James había envejecido mucho estos últimos años. Había engordado, y sus entradas, que una vez hicieron de él un hombre muy atractivo, se habían tornado en una incipiente alopecia de la cual trataba de escapar afeitándose cada mañana la cabeza.  Sin embargo, su mirada penetrante no había cambiado. Sus grandes ojos verdes seguían siendo los mismos que me miraban con dulzura y conseguían que jamás tuviese miedo  de vivir.

- Bueno, Kevin, tengo media hora para que me cuentes eso tan importante que querías compartir con tu hermano mayor. Mi vuelo sale desde Ciampino hacia Chicago esta noche, y todavía tengo dos reuniones cerca de la Piazza Navona.

Había preparado este discurso durante las tres últimas noches, hasta el último detalle. Sin embargo, en ese momento en que debían fluir mis palabras libres y sin obstáculos, como conseguía que sucediera al ponerme delante de la cámara, sucumbiendo a una sensación de libertad que únicamente lograba al actuar, un nudo se apoderó de mi garganta, un sudor frío recorrió mi frente y perdí momentáneamente el habla.

James, al percatarse de mi miedo repentino a abrirme hacia él, como tantas y tantas veces había hecho, acercó su silla a la mía, hasta justo estar en paralelo conmigo. Me tomó ambas manos con las suyas y me susurró al oído: "Kevin, estoy aquí, no tienes nada que temer y voy a entender cualquier cosa que me cuentes...". Tampoco su voz profunda había cambiado. Esa voz que conseguía que mis miedos se disipasen con solo escucharla.

- "Cinco meses atrás- comencé- al empezar el rodaje  de mi última película, que acepté como reto personal, al tratarse de un filme transgresor, atrevido y quizá, demasiado duro para los papeles que había interpretado hasta el momento, conocí a Danny, coprotagonista de la película. Desde el primer momento congeniamos. Teníamos gran cantidad de cosas en común y hasta físicamente teníamos un cierto parecido, de ahí que nos escogieran para la producción.

Tan pronto como comenzó el rodaje, sufrimos en nuestras propias carnes la dureza, tanto física como mental, del mismo. Se sucedieron las escenas de muerte, sangre y violencia; escenas de cama, tanto hetero como homosexuales; diálogos plagados de vejaciones y acoso a través de palabras...

Cada vez que el Director daba por terminado el día de rodaje, la sensación de alivio unida a la del trabajo bien hecho, sobrevolaba el set de producción. Cada miembro del equipo de rodaje trataba, de la mejor forma posible, de evadirse durante unas horas, hasta el comienzo de un nuevo día en el mundo de la Antigua Roma, del desgaste que conllevaba la realización de la película.

Danny y yo, que a la postre nos dimos cuenta la gran cantidad de gustos que compartíamos, nos olvidábamos de nuestros papeles durante esas horas de descanso, y aprovechábamos así para conocer y descubrir la noche romana. Ambos destacábamos en el mundillo del cine por ser muy mujeriegos y no se nos había conocido a ninguno una relación que durase más de un alocado fin de semana.

A la puesta del sol, al término del rodaje, dirigíamos nuestros pasos hacia el barrio de Trastevere, donde disfrutábamos degustando toda clase de comidas y vinos típicos italianos en las múltiples trattorias que allí se encontraban. Nuestras conversaciones se alargaban hasta prácticamente hacerse eternas, y continuaban en los bucólicos pubs en los cuales solíamos concluir las salidas nocturnas, cerca de la Piazza di Campo di Fiori, invitando a jóvenes romanas, que ansiosas por poder contar a los cuatro vientos que habían compartido una noche con un actor  internacionalmente reconocido, no dudaban en acompañarnos a nuestras respectivas suites para complacer nuestros deseos carnales más profundos.

Y así, día tras día, llegó el ansiado fin de la película. La sensación de alivio fue generalizada en todo el equipo de producción. Habían sido casi 5 meses de duro trabajo, y el sentimiento de todo el colectivo que había hecho posible el filme, fue de necesidad de unas merecidas (y sin fecha de caducidad) vacaciones. La mayoría de actores, cámaras, estilistas, guionistas...que habían trabajado durante estos 5 meses en la realización, no esperaron ni un día más en la capital italiana, y regresaron a sus respectivos hogares esa misma noche.

Danny y yo decidimos que esa madrugada iba a arder Roma (literalmente). El vuelo de mi compañero de fatigas en la capital italiana despegaba a las 12 del mediodía del día siguiente, y nos habíamos propuesto que sus últimas horas en la bella ciudad europea fuesen inolvidables. Tras arreglarnos como ninguna noche lo hicimos (salíamos directamente del rodaje hacia los restaurantes y pubs donde agotábamos nuestras fuerzas al son de los raviolis al pesto y los G.vines)  nos dirigimos al restaurante en el que habíamos disfrutado de las mejores veladas nocturnas en aquellos largos cinco meses, el restaurante I Clementini. Las camareras de allí, que tantas noches se unieron a nosotros dirigiéndonos por los ambientes más selectos de la ciudad transalpina, nos habían preparado una gran cena de despedida. Una vez terminamos de cenar, les convencimos para que se uniesen a nosotros en la sobremesa, mientras dábamos buena cuenta de la botella de G.Vine que nos habían regalado.

A media noche, salimos de aquel restaurante, con una incipiente sensación de melancolía y tristeza recorriendo todo nuestro cuerpo, causada por la emotiva despedida que nos brindaron todos los trabajadores de aquel local, los cuales habían hecho de nuestra estancia en Roma, algo imposible de olvidar. Sin saber porqué, mientras caminábamos hacia ningún lugar, sentí que no quería desperdiciar aquella noche buscando mujeres de unas horas que no conseguían llenar mi vacío interior. Sentía que quería aprovechar mis últimas horas junto a Danny; disfrutar de su compañía y de nuestras eternas conversaciones; de nuestras historias reales con toques de fantasía; de nuestra amistad, que en este casi medio año, se había vuelto inquebrantable....y creo que él, sentía lo mismo.

Aquella madrugada, que prometía ser una bacanal de lujuria y desenfreno, se tornó en una noche, cuanto menos, extraña. Danny no estuvo ni tan expresivo ni tan hablador como solía estar, y noté cómo, en ningún instante, a diferencia de todos los momentos que había pasado con él, me miró a los ojos.

A eso de las 3 de la mañana, nos encontrábamos los dos, frente a frente, en la puerta de mi suite, sabiendo que aquélla era una despedida que nunca pensamos que iba a llegar y que ninguno estábamos preparados para afrontar. Sin mediar palabra ni intercambiar miradas, Danny me abrazó. Estuvimos abrazados así largo tiempo, perfectamente acomodados y con nuestras respiraciones totalmente acompasadas. Me sentí asustado en ese momento. Tuve miedo porque jamás me había sentido tan cómodo estando abrazado a una persona, y jamás había deseado con tanta fuerza que aquel abrazo se prolongara eternamente. Finalmente Danny se despidió con un "hasta siempre" y emprendió el camino hacia su suite, una planta por encima de la mía. Tras unos minutos allí de pie, mirando hacia la nada y con la mente en blanco, entré en mi habitación y comencé a prepararme para dormir todo el tiempo que no lo había podido hacer durante los 5 meses anteriores.

Mientras estaba contestando mis mails desde la cama, justo antes de intentar conciliar el sueño, llamaron a la puerta. Sin razón alguna mi corazón se aceleró. Mi cabeza no esperaba a nadie, pero mi corazón deseaba que tras esa llamada, que tras esa puerta, se encontrase la persona que había conseguido deshacer toda maraña de mentiras que le habían encarcelado durante todos estos años.

Abrí la puerta y allí estaba Danny, con sus grandes ojos azules fijos en los míos, y sin darme tiempo a preguntarle el porqué de su repentina visita, me besó. Sus labios quedaron sellados a los míos, y aquella noche conseguí librarme de las cadenas que habían hecho de mi alguien tan diferente a quien realmente soy..."-

- Por todo esto quería verte James, quería compartir mi felicidad contigo- sin darme cuenta, mis mejillas se habían llenado de lágrimas, al igual que las de mi hermano mayor. Sus ojos aguamarina tenían un brillo especial que nunca había visto antes.

A mi señal, Danny, que había llegado conmigo al café y se había situado estratégicamente dos mesas hacia la derecha, se acercó y se acomodó a mi lado, en la mesa que hasta ese momento compartíamos James y yo. Tras las oportunas presentaciones, James apuró los dos dedos de whisky de malta que aún le quedaban en su vaso y nos instó a que nos levantásemos los dos. Mi hermano nos obsequió a ambos con uno de sus cálidos abrazos; uno de esos abrazos que tanto eché de menos durante los cinco años que permanecimos separados, y que en este momento me daba su bendición para que continuase adelante con mi verdadera vida.

- Kevin, me siento muy orgulloso de tí. Sabía que tarde o temprano conseguirías empezar a vivir de verdad y que podrías caminar solo, sin mi ayuda. Espero que seáis muy felices. Yo me tengo que ir ya, pero te aseguro que no pasará tanto tiempo como la última vez, hasta que nos volvamos a ver.

James nos dio un beso en la mejilla a Danny y a mí, y se marchó atropelladamente, seguramente a dar por finiquitado uno de los negocios internacionales que gestionaba, que le habían transformado en un hombre millonario a costa de años de vida y soledad. Mientras tanto,  Danny y yo volvimos a tomar asiento en nuestras respectivas sillas. Nos miramos y sonreímos. Danny se acercó y cerrando los ojos me besó con sus suaves labios. Nos cogimos de la mano, y después de que pidiésemos un zumo de naranja para cada uno, nos percatamos que la pareja de la mesa de enfrente se levantaba para irse, quién sabe a donde, a disfrutar en soledad del placer de estar juntos. Nos reímos y volvimos a besarnos, sabedores de que tarde o temprano, nosotros seríamos aquella pareja.

miércoles, 30 de enero de 2013

Mi noche más especial

Eran las 21 horas y allí nos encontrábamos los tres, presos de un silencio sepulcral únicamente profanado por el ambiente de alegría y felicidad que se respiraba en aquella época. No sé cuánto tiempo estuvimos detenidos enfrente de la puerta del comedor social, nerviosos y asustados, intentando encontrar entre nuestros miedos una excusa razonable para no entrar.

- Vamos, no lo pensemos más, que se nos hace tarde- mi padre nos empujó materialmente hacia adentro, donde no sabíamos aún que nos iba a deparar aquella nochebuena tan distinta, y a la postre, inolvidable.

Tras varios años en los que nuestras navidades se reducían a pasar las tan ansiadas fiestas disfrutando de la única compañía que nos proporcionábamos los tres, decidimos que éste era el año en que debíamos hacer algo diferente, algo que nos permitiese darnos cuenta de la suerte que teníamos al poder pasar juntos estos días tan esperados por aquellos que aprovechan para reunirse en tropel con amigos y familiares. Por ello estábamos allí esa noche, en aquel centro social en el que íbamos a ser los encargados de repartir cenas de navidad a los más necesitados; aquellos que no tienen la ocasión de sentirse tristes por no hacer comidas y cenas navideñas en familia, multitudinarias; aquellos que tienen la ocasión de sentirse alegres y afortunados cada vez que la suerte les depara un lugar para cenar y un sitio para dormir.

Al entrar en el centro social observamos como la muchedumbre que se daba cita aquella noche en aquel lugar se acomodaba perfectamente en las mesas del comedor. Tras unos minutos de incertidumbre, preparaciones, saludos y sonrisas, nos vimos sirviendo cenas (crema de calabacín y pavo con patatas a lo pobre) ataviados con un delantal rojo y un sombrero de Papá Noél, junto a otros veinte voluntarios. Todos y cada uno de los comensales que hicieron cola para que les sirviese la cena me dieron las gracias con una gran sonrisa en la cara, de corazón, y me invitaron a sentarme junto a ellos para disfrutar de su compañía y de aquellos alimentos.

Al terminar mi labor, me senté junto a mis padres y a otra familia muy similar a la nuestra, de voluntarios, en una de las mesas al azar, junto a otras quince personas. Disfrutamos de una agradable velada, de sonrisas permanentes y agradecimientos, de historias con un trasfondo triste pero aderezadas con toques de ironía y alegría por parte de su narrador, y sobre todo, de inolvidables lecciones de aquellas personas, que a pesar de despertarse cada mañana con el único objetivo de sobrevivir, no perdían por ello las ganas de vivir.

Tras una sobremesa plagada de villancicos y brindis (la mayoría en honor a los voluntarios que allí nos encontrábamos), llegó la hora de servir los postres. Esta vez, se nos asignó una mesa a cada dos voluntarios para servirlos. Mi compañera de "postres" fue Ana, una chica de mi edad, mi álter ego en aquel lugar. Había venido también con sus padres huyendo de la soledad y la tristeza que les provocaban las celebraciones navideñas. Muy pronto congeniamos y nos sentamos juntos para degustar aquella suculenta porción de tarta de chocolate. Mientras charlábamos animadamente, poniéndonos al corriente de nuestras vidas, con el telón de fondo de un sentimiento de alegría y felicidad constantes, se nos anunció desde la organización de la cena que debíamos pasar al salón contiguo, porque como colofón a la noche se iba a organizar una fiesta con música y bebida para todos los allí presentes.

Un par de horas después, tras grandes dosis de baile, presentaciones con aquellas personas que aún no había tenido el gusto de conocer, relatos sobre proyectos futuros y por supuesto, buena música, me encontré sirviéndome una copa, yo solo, observando desde la distancia aquel gentío que disfrutaba de una gran noche; expertos en vivir el momento más inmediato, dejando atrás el pasado y teniendo la capacidad de olvidar el futuro tan "incierto" que se les venía encima. Reían, cantaban y bailaban; hacían nuevas amistades sin interesarse lo más mínimo por los pasados tan turbios que poseían la mayoría de ellos; hasta algunos ya se habían asociado para salir juntos de la precaria situación en que se encontraban...

- Emilio, me ha dicho Etna que quiere que bailes una canción con ella, y no puedes negarte porque dice que eres el voluntario más guapo...- mientras yo estaba ensimismado en mis reflexiones, se había acercado Ana con una niña de unos 10 años, con unos penetrantes a la par que tristes ojos azules, y con una sonrisa picarona y un oportuno guiño de ojo, había conseguido que yo me viese en el centro del salón, entre aplausos, gritos de ánimo y silbidos, bailando una lenta balada con aquella niña. Al terminar la canción, me agaché para estar a la altura de Etna, y comprobé cómo pequeñas lágrimas discurrían por sus mejillas. Alzó su mirada, y ésta había cambiado. La tristeza de sus preciosos ojos azules se había tornado en una irradiante felicidad. Sin darme tiempo a reaccionar, me abrazó y me dio las gracias por haber bailado con ella aquella canción.

- Has conseguido que esta pequeña no olvide esta noche durante el resto de su vida, eres su superhéroe - Ana, que había sido la que más había gritado y aplaudido mi pequeño gran baile, me susurró estas palabras mientras sus carnosos labios besaban mi mejilla. En ese momento tuve la sensación de ser importante para alguien, un superhéroe que no teme mostrar su verdadera identidad.

Después de la fiesta y las oportunas despedidas (prometiendo mantener el contacto con cada uno de ellos), y tras recoger y limpiar toda la estancia, mi familia y la de Ana nos encontramos recordando, con una sonrisa en la cara, los pormenores de aquella nochebuena, y coincidiendo que había sido una de las noches más importantes de nuestras vidas.

Cómo había cambiado nuestra actitud, tras unas horas, en el mismo escenario, la puerta del comedor social. De dudar si entrar, a esperar repetir durante muchos años. Habíamos crecido como personas, y ahora nos sentíamos mucho más felices y sobre todo, mucho más completos.

- ¿Quieres que nos tomemos la última antes de irnos a casa, y nos vamos conociendo mejor?- Estaba deseando que Ana me hiciera una proposición como aquélla, y mientras nuestros padres se despedían y regresaban a nuestras respectivas casas, Ana, cogida de mi brazo y yo, nos dirigimos caminando hacia ningún lugar, bajo el manto helado que cubre el cielo en las madrugadas de diciembre, tan solo esperando disfrutar de nuestra mutua compañía lo que restaba de noche, y muchas más noches.