Fue un abrazo de esos que se dan una vez en la vida; un contínuo trasvase de sentimientos entre dos cuerpos que no pueden (o no quieren) separarse. No puedo decir con exactitud cuánto tiempo estuvimos entrelazados, sintiendo cada uno los sollozos incontrolables del otro, su respiración agitada, sus lágrimas sinceras que tanto tiempo fueron presas del olvido.
Finalmente nos separamos, nos miramos...nuestras miradas transmitían todo lo que nuestros labios, sellados, no eran capaz de lograr expresar. Nos cogimos de nuevo la mano, como tantas veces lo hicimos en aquel lugar. Dejamos de observarnos y cada uno perdió su mirada en un horizonte abstracto, insignificante si lo comparamos con la cantidad de recuerdos, momentos, vivencias que transcurrían veloces por nuestras mentes y hacían brotar más y más lágrimas que intentábamos, sin éxito, controlar.
Noté, mientras mi mente vagaba por mi antigua vida, un brusco apretón de su mano. Se giró rápidamente hacia mí, y mientras mi cabeza rotaba hasta el punto en el que se encontraría frente a la suya, comenzó a hablar. Durante más de dos horas me contó con todo lujo de detalles cómo había sido su vida estos últimos ocho años, desde que nos separamos hasta ayer mismo. Me confesó además, que se enteró por la prensa que iba a venir a recoger el premio y que nuestro encuentro no fue fruto de la casualidad. Asímismo me explicó que no se sentía preparada para este momento, para verme de nuevo, pero que su marido le animó, incluso le obligó a ello.
Durante esas dos horas yo escuché en silencio lo que me decía. A cada palabra suya se deshacía un candado de mi corazón, entraba un pequeño haz de luz en mi vida, y notaba como la losa que había cargado durante tanto tiempo iba cada vez haciéndose menos pesada. Tras el relato de su vida, me instó a que le contase la mía. Al principio me encontré dubitativo por no saber si debía remover el pasado. Se lo expliqué, que no merecía ser recordado pero ella insistió, me lo pidió dulcemente, y finalmente sucumbí. Le relaté todo, desde que cogí aquel avión hasta que volé desde Praga a recoger mi premio. Le conté cómo escribir había conseguido tranquilizar mi alma; cómo había sido una terapia con excelentes resultados frente a la depresión en la que me vi inmerso y cómo Nadia me ayudó de una manera que no podré agradecerle nunca a superar mi sobrevenida adicción a la cocaína.
Fueron tres horas sin parar de hablar. Tres horas sin dejar de mirar cómo sus ojos color miel me contemplaban casi sin pestañear, haciéndome sentir importante al contar mi vida, como en las presentaciones de mi primer libro, que realicé en diversos colegios, donde leía unas páginas ante la atenta y atónita mirada de los niños que allí se encontraban.
Acabé y ya se veían las primeras luces del alba. Mi vuelo salía a las 10 y eran ya las 7 de la mañana. Le invité a desayunar en mi hotel y mientras charlábamos (animadamente, de cualquier tema) se ofreció a llevarme al aeropuerto. Lo que hace unas horas habría sido una condena para mí, en ese instante me pareció la mejor de las ideas. Durante el trayecto continuamos charlando, sin parar, como dos grandes amigos que nunca perdieron el contacto, incluso bromeando y siendo confidentes uno del otro, al igual que en los primeros meses en los que nos conocimos.
Estuvo conmigo hasta el momento en que debí cruzar el control al que que únicamente acceden los pasajeros para continuar hacia las diferentes puertas de embarque. Miré a mi alrededor y vi a familiares y amigos despidiéndose de su compañeros "viajeros". Cogí mi pequeña maleta de mano (regalo de Nadia) y me dispuse a despedirme de ella. Antes de que pudiese darme cuenta se echó en mis brazos y me abrazó fuertemente, casi dejándome sin respiración.
- Hoy ha sido de los días más felices de mi vida - exclamó, con una sonrisa que me recordaba a la mujer de la que me enamoré - ojalá te sientas tú también así, creo que los dos necesitábamos esto. Espero a partir de ahora ser los grandes amigos que fuimos y nunca más dejar de serlo. Sabes que te quiero y te querré siempre - Dijo esta última frase mientras me besaba en la mejilla rozando con sus labios la comisura de los míos.
El avión despegó. Antes de que lo hiciera, ya me había quedado dormido, lo que no había conseguido en los últimos 8 años que me había pasado entre aviones. Sentía una profunda paz, me sentía liviano, me sentía libre. Me sentía, gracias a aquella noche, en aquel lugar, con aquella persona, dueño de mí mismo. Me sentía feliz. Volvía a ser yo.
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