sábado, 26 de mayo de 2012

Despedida.

Las últimas despedidas son las que más cuestan, las más dolorosas, las más emotivas. Hacía más de un mes que había confirmado mi marcha, y había ido poco a poco transmitiéndoselo a mis amigos y familiares. Unos me apoyaron, otros quizá no se lo creyeron, pero era cierto: el cambio que desde hace tanto tiempo venía necesitando, se iba a producir.

Durante ese último mes casi toda mi gente sacó un momento de su vida para poder compartirlo conmigo, y desear que mi aventura fuese lo mejor posible. Una tarde de conversaciones y cañas con cada uno, una tarde de recuerdos y añoranzas, una tarde para darme cuenta que durante todos estos años había ido abandonando por mi camino a demasiadas personas, demasiados amigos que en algún momento de mi vida se ganaron un hueco en mi corazón.

Quedaban ya escasos días para mi partida, y comenzaron a sucederse los "hasta pronto" más difíciles: Mis grandes amigos, que no pudieron aguantar las lágrimas el día que volvimos a estar todos juntos con motivo de mi despedida. Nada me hizo más ilusión que vernos a todos allí, disfrutando, hablando, siendo el grupo que un día fuimos y que probablemente nunca más volvamos a ser.

Llegué a mi casa, la noche anterior a que mi vuelo despegase hacia nuevos horizontes. Un nudo en el estómago, una pesadumbre que jamás había sentido y al mismo tiempo, unas ganas inusitadas de descubrir lo que me depararía mi futuro, lejos de todo lo que había sido mi vida hasta ahora.

Quedaban escasos minutos para embarcar y allí estaban ellos, mis padres, los que nunca me abandonaron y siempre me apoyaron. Mi madre incapaz de contener las lágrimas y mi padre, quien desde que salimos del coche insistió en llevarme la maleta por todo el aeropuerto, intentando contenerlas pero aun así, con los ojos vidriosos. Era ya la hora, nos fundimos los tres en un abrazo. Sabíamos que era la mejor decisión, que necesitaba esto, pero en ese instante mi madre no pudo reprimir la frase que durante las últimas 24 horas más me había repetido: "Todavía estás a tiempo de cambiar de opinión, hijo". Su hilo de voz se había transformado en un interminable sollozo. Le abracé y le dí un beso como hacía tiempo que no le daba, de hijo a madre, de los que tantas veces me pidió y yo fui incapaz de regalarle.

Ya estaba sentado en mi asiento del avión, y mientras las azafatas comenzaron a explicar las medidas de seguridad, comencé a llorar en silencio, comencé a echar de menos, pero a la vez comencé a sentirme libre porque tras muchos intentos, había conseguido tomar una decisión propia; había conseguido empezar a escribir la vida que realmente quería vivir; y lo más importante, me sentía respaldado, porque aquellas personas que de verdad me querían, de las que tanto me había costado despedirme, estarían felices porque finalmente, lo había logrado.

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