Sentada se hallaba, bajo un manto de estrellas que iluminaban el tenue tiritar de sus labios. El frío de la noche hacía estragos en sus mejillas y las teñía de un color cobrizo que incluso resaltaba con más fuerza el cobalto de sus ojos. Quizá fue eso lo que no me permitió apartar mi mirada de ella, tan bella y tan temible. Allí estaba yo, como una sombra deslizándome entre la oscuridad con el único objetivo de contemplar aquella aparición.
Sé que con una sola vez que hubiésemos entrecruzado nuestras miradas hubiera bastado para hacer añicos mi corazón, y esclavizar mi alma para el resto de mis días.
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