No podía dormir. Mi cama, tantas veces acogedora y hechizante, trataba con todas sus fuerzas de no ser el el inicio y final de mis sueños. Tras muchos rodeos y cambios de postura con el mismo resultado, no conseguir conciliar el sueño, decidí levantarme, vestirme e irme a pasear, disfrutando de la noche estrellada que sólo ofrecen los pequeños pueblos, aislados del bullicio de las grandes urbes.
Caminé disfrutando de la agradable brisa de las noches abulenses de julio, sin más sonidos que los producidos por los miles de insectos que rondaban entre la maleza. Casi sin darme cuenta, había llegado a mi lugar predilecto de la zona: una roca situada en una colina, desde donde se divisaba todo el valle y se podía contemplar una espléndida panorámica del cielo estrellado de una noche de verano.
Allí me senté ( no era la primera noche que lo hacía, desde que había llegado hacía un par de semanas) y miré con nostalgia y melancolía aquel valle que hacía unos años, tantos veranos inolvidables me había hecho pasar. Ahora, pasada la treintena, todo era diferente. Lo que antes esperaba con ganas de diversión, ahora lo hago con las mismas ganas, pero de desconectar y descansar.
Miré al cielo, como tantas veces en los últimos años, y allí seguía mi estrella. Esa estrella que siempre me recuerda que cuando menos te lo esperas, aparece en tu vida alguien especial, que te ayuda, pidiendo a cambio únicamente que no vuelvas a necesitar esa ayuda; que hace que tus malos momentos duren lo menos posible; y lo más importante, lo hace sin tener porqué.
Esas son las verdaderas estrellas, las que brillan con luz propia. Yo tuve suerte de toparme con una en un momento crucial de mi vida, y no puedo agradecer todavía su inestimable ayuda. Lo único que está en mis manos es, cada noche en vela, mirar al cielo y recordar que merece la pena abrir el corazón a personas que tienen un sitio en el firmamento.
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